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Marina Elberger, su cuento corto: “Me permito un pequeño desliz”

Marina Elberger nos comparte un cuento corto... ideal para leer este verano.


“Me permito un pequeño desliz” de Por Marina Elberger

“Me permito un pequeño desliz” de Por Marina Elberger - Créditos: Florencia Rodríguez.



E l panel de la estación Colegiales anuncia el próximo tren a Retiro en diez minutos. Diez minutos quiere decir tarde, según el tiempo de viaje estimado desde mi casa a la nueva sede del trabajo. Me inquieto, pero no demasiado: en estos primeros días, recién mudados al nuevo edificio, unos minutos se toleran. Todo nuevo; es difícil calcular. El tren, las filas, la espera de la combi, la distancia... Para la mayoría, o al menos para muchos, el edificio queda más lejos que los anteriores. Además, en la villa. El Barrio 31, como le dicen. Un detalle geográfico que le infiere un aire extraño, lejano, incierto, extremo.

Los meses previos intentaron prepararnos: aceptar y transitar el cambio, afrontar el miedo a lo nuevo, vencer prejuicios, resistencias. ¿Qué me pasa frente al cambio?, preguntaba la coach en uno de los eventos premudanza. En el corte del mediodía de ese extraño, bizarro evento, le conté a Marcela, mi colega y amiga, de los otros planes de mudanza. Los culpables, sin duda, de que a las doce del mediodía me clavara dos copas de champagne caliente en el brindis. 
Era diciembre entonces y ya advertían un verano infernal. Ese año les ganaba a todos. La mudanza para mí era casi un detalle: inercia del destino.

Ahora, desde hace un par de días de este febrero filoso, me demanda quince minutos de enérgica caminata llegar a la estación. Llevo zapatos para cambiarme en el trabajo y camino, cómoda, en zapatillas.

Adopto el viaje en tren como una experiencia antropológica. Observo a la gente: la mayoría, inmersa en sus celulares. Participo de conversaciones ajenas: una de traje y tacos le dice a su compañero “los indios... los amo porque son a pedal, pero obedientes. Son relajados, lentos. Allá pensá que tienen que relajar porque si no... encomendados a sus dioses”. En lo mejor de la conversación, se bajan, sin más.

Me indigno un rato hasta que vibra mi celular: mensaje de un tal Pablo. Pablo Díaz o Ramos, que explica que le pasaron mi contacto y me pregunta si puedo ir a capacitar a las maestras de su escuela. Ansiosa, miro por la ventana: cerca ya de Retiro, vislumbro el nuevo edificio. Es cuadrado y no muy alto, con ventanales regulares. Aunque intenta, por la altura, camuflarse con las casillas que lo rodean, el efecto es el contrario: una mole de prolijas formas geométricas en medio del caos de precarios ladrillos, chapas, desniveles y terrazas a fuerza de progreso obstinado. Así veo la villa desde el tren. El edificio no parece tan lejano. Pero la distancia, ahora lo sé, solo es relativa.

Algunos pasajeros se acercan a la puerta. Yo sigo atrincherada en mi asiento, los pies apoyados sobre la baranda junto a la puerta. Podría seguir viaje hasta Mar del Plata; ligera de equipaje, tan solo mi mochila de mano y la tarjeta de crédito. También tengo conmigo la computadora, aunque después, en los viajes, nunca la uso. Pero bajo en Retiro y camino hacia la combi; todavía no me animo a entrar a pie al barrio.

Esa noche salgo a comprar comida. Me doy el lujo de pensar en el asunto recién a las nueve de la noche. Camino por las calles con el aire caliente, pero soportable. Pronostican ola de calor para toda la semana. 
Mientras ceno en el patio un cuarto de helado de dulce de leche barato, la gata refregándose en el suelo, decido rechazar la propuesta. 

Al día siguiente, lo llamo al tal Pablo. Imposible, empiezo. “En esta fecha... todas las capacitaciones se juntan...”. Pablo se apena y me lo hace saber: me nombra a las colegas y especialistas que ya pasaron por su escuela, me habla del compromiso que le pone al proyecto. 

Sí, claro, ya veo, le digo. Sin duda, una escuela muy comprometida. Pero ahora, imposible..., repito, me queda corto el guión. Disfruto decir que no, que no puedo, que no hay manera. No me apena nada. Sin embargo, te cuento que estoy dando otros temas ahora, le digo con aire renovado, de vendedora de tren. “Si más adelante acaso les interesa... temas de literatura”, digo. 
Sí, sí, se apura a contestar. Conozco tu perfil, te busqué en Internet. Te imaginás que en esta escuela parroquial no podemos traer a cualquiera que venga a bajar línea, dice, y a mí ya me empieza a divertir la conversación. Acá todo pasa por el consejo consultivo. Somos una escuela muy preciada en el barrio, muy conocida. En nuestra parroquia, no sé si sabés, está el santuario de la Virgen Desatanudos.

Tomo nota en el cuaderno abierto sobre el escritorio. Virgen Desatanudos. Le hablo del curso de literatura, los temas, las lecturas. No es un curso de literatura “rosa”, le advierto.

Ajá, ajá, dice Pablo, suena interesante. Interrumpe para comentarme que él mismo se ocupó de armar la biblioteca de la escuela porque solo leían lo que venía en los manuales. “Hablemos más adelante, después de que pase la próxima veneración a la Virgen. Vienen miles de devotos, no se puede casi ni entrar a la escuela”, cuenta. 

Prometo buscarle alguna colega para salir del paso ahora y volver a hablar entonces, ya sin los devotos dando vueltas. Me permito un pequeño desliz.

Pablo no se ríe. Con tono de sacrificio, sigue un poco más: “Vienen todos los meses, los ocho de cada mes”. Se enfrasca y me sermonea con lo increíble de la fe de esas personas que, enfermas y hasta en sillas de ruedas, todos los meses, llueva o granice, hacen fila para pedirle y agradecerle a la Virgen.

Imagino autos en doble fila y niños intentando entrar a la escuela en medio del grumo de creyentes. Me imagino parte y me preocupa cómo voy a hacer para llevar a la escuela al nene los días que esté conmigo.

–Perdón la curiosidad, no tiene nada que ver con la capacitación... –le digo antes de colgar, y le pregunto por la Virgen Desatanudos. 
–Ah, bueno, no sé cuánto sabrás vos de vírgenes –empieza–. Yo a lo largo de mi formación en catequesis aprendí mucho sobre vírgenes. 

Me quedo callada. Sin duda, pienso, confundió mi apellido judío austríaco con uno católico alemán. Pablo, generoso, me ilumina con la historia de la Virgen.

Esa noche me animo y llamo a mi ex. 

Todavía estamos en transición, formalmente seguimos viviendo bajo el mismo techo, pero solo hasta que vuelva de las vacaciones. Las primeras separados. No lo extraño tanto a él; al nene, Lucas, sí. Como hace calor, cierro las puertas de los ambientes de la casa y me recluyo en el cuarto del nene, que es el más fresco. Prendo el ventilador al máximo y duermo en bombacha, la gata ronronea a mis pies. 

En el trabajo me cuesta concentrarme. Hay máquina de café gratis. Pruebo todas las variedades. A la noche me duele la panza y abandono el café, pero no el helado. Sé que es emocional, que no tengo nada; solo un nudo en la boca del estómago. La profe de yoga lo repite todas las clases: depositamos ahí la tensión. Liberar, entonces, la boca del estómago. 

Hablo con mi amiga en la fila de la combi. Me da un consejo y yo le digo no, nada de hombres. Se sube primera. Espero la siguiente. 

En el tren desfilan vendedores de gaseosas, chipá, auriculares y cables para el teléfono, chocolate con su fecha de vencimiento, cuchillos infalibles, la mejor linterna. Me guardo una estampita que deja sobre mi regazo una chica con un bebé a upa. A cambio, le doy un billete. Que Dios te bendiga, me dice casi en un susurro, ahorrando el esfuerzo de pronunciar. 
Paso por la heladería junto a la estación. Ya me conocen: un cuarto de dulce de leche. Mientras miro atenta cómo el heladero llena el pote con mi cena, vibra el celular. Es un nuevo mensaje de Pablo que me invita a la próxima veneración; sería un placer, concluye el mensaje. Suenan contradictorias las palabras veneración y placer tan cerca entre sí. Me interrumpe el heladero: ¿Te pongo cucurucho?, pregunta. Una pregunta estúpida. Sabe que lo rechazo. 

Mientras camino lento a casa, pienso si Pablo habrá averiguado también mi origen y querrá convertirme. No tengo la menor idea. 

Sin embargo, el ocho voy. Hago la fila; de verdad hay mucha gente. No era verso ni exageración. A la hora me canso y me empieza a molestar la rodilla que el traumatólogo insiste con que tengo que fortalecer. Todavía faltará otra hora, calculo, para llegar a la Virgen. 

Salgo de la fila y camino hacia el auto. 

Llego a casa, pongo música y encaro la cosa de una vez. El hall de entrada se convierte poco a poco en un depósito: de un lado, cajas mías; del otro, las de él. 

Me impresiona guardar años en cajas de cartón. Ahora está de moda desprenderse. Quedarse solo con los objetos que te dan felicidad, como si fuera tan fácil discernir. Ya habrá tiempo para tirar más. Me esmero, en cambio –los dedos enrojecidos–, en cerrar bien cada caja: las encinto y refuerzo con un grueso hilo que ato fuerte, bien fuerte. Doble nudo en cada una. 
Tomo distancia, al final del trabajo, y miro las pilas de cajas: perfectas, lineales y alrededor, lo que queda, nada. 

Marina Elberger: nació en Buenos Aires en 1973. Es licenciada en Ciencias de la Educación y escritora.  Coordina un equipo curricular de primaria en el Ministerio de Educación de CABA. Publicó numerosos libros para niños, fue miembro jurado de concursos literarios y ganó diferentes premios por sus cuentos para jóvenes. Vive en Colegiales con su pareja, sus dos hijos y dos gatas. 

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