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Aprender a soltar




Este sábado recibí mucha gente en casa y una de mis invitadas me preguntó si iba a haber suficientes vasos para todos. "Vasos me sobran", le contesté.
La primera vez que me fui a vivir sola creo que tenía veinticuatro años. Una amiga de mamá me prestó un sillón blanco de tres plazas, compré una mesa ratona en el mercado de pulgas y un puff naranja gigante. Aparte de la cama y la heladera, no tenía nada más. Pero ese minimalismo duró muy poco.
Pasaron muchos años, varias mudanzas y trabajos. En mi último hogar de casada, antes de mudarme a Tierra del Fuego, había logrado acumular unos cuantos muebles, una cantidad de ropa considerable y hasta los utensilios más insólitos para la cocina. Mi ex pareja ya hacía unos cuantos meses que estaba en el sur y a mí me tocó la tarea de vender o regalar todo. Dos semanas antes de irme, organicé una feria americana, y en un abrir y cerrar de ojos, todo aquello que había formado parte de mi paisaje cotidiano durante gran parte de mi vida, se esfumó.
En Tierra del Fuego me esperaban otros muebles, otra cama, otra historia.
Comparto esta canción para leer lo que sigue:
Fue un tiempo después, y de vacaciones en Buenos Aires, que le dije a al que fuera mi marido que me quería separar y que no iba a volver a Tierra del Fuego. Una de las sensaciones más inexplicables que tuve en mi vida, fue la del momento en el cual él cerró la puerta del que era nuestro alojamiento provisorio y puso fin a ese capítulo de mi vida. Recuerdo que miré a mi alrededor, observé cada parte de ese departamento con la extrañeza propia del hogar desconocido y me senté en un almohadón en el piso. De pronto, fui consciente de la situación y de entré en pánico. No tenía nada. No tenía techo, ni un colchón, ni un plato y prácticamente toda mi ropa estaba en otro espacio, otro mundo, a miles de kilómetros de distancia. Con casi cuarenta años, me encontré en la misma situación que a los veinte. No la misma, en realidad. Al lado mío estaba Simona, mi gata y compañera de ruta incondicional.
Era enero, me acuerdo que hacía un calor extremo y que en un lapso de cinco días recorrí una cantidad de departamentos incontables. Debía conseguir rápido dónde vivir o irme con Simona a dormir al sillón de una amiga. Por fortuna apareció el espacio desde el cual estoy escribiendo y pude volver a empezar. Lo hice con mucha incertidumbre pero grandes esperanzas.
La primera vez que pisé mi departamento ya era de noche. Mami y papi, que viven en Uruguay, estaban de visita y me ayudaron con la "mudanza". O sea, cargaron en el auto un colchón prestado, una botella de champagne, tres copa, una frapera con hielo, mi valija, a Simona y a mí. Nunca tuve una mudanza tan fácil en mi vida. Crucé la puerta y ahí estaba mi nuevo lugar, absolutamente vacío, ni una caja para abrir y acomodar. Mis emociones por esos días habían estado revolucionadas, me sentía en caída libre y sin la certeza de que al final de salto hubiera tierra firme donde apoyar mis pies. Esa noche de enero encontré una superficie segura.

Y de pronto llegó el alivio. Una enorme y placentera sensación de alivio. Y de liviandad. Creo que nunca me había sentido tan liviana en mi vida, en todo sentido. Había decidido dejar una relación que me hacía infeliz, me había despojado de casi todas mis cosas materiales y estaba ante un espacio vacío y disponible para contar nuevas historias. Relatos con otros colores, otros aromas, otros finales.
Al poco tiempo le di forma a mi nuevo hogar. Me regalaron entre todos una heladera para mi cumpleaños, recuperé algunas cosas que no había querido vender, como mis discos, mis libros, un cuadro, una bolsa llena de cartas manuscritas y un futón; viajé a Tierra del Fuego a buscar mi ropa y compre un colchón de dos plazas. Lo que más demoró fue la cama, así que estuve durmiendo casi un año en el piso como en mis épocas de estudiante.
"Tengo vasos de sobra", le dije a mi invitada este último sábado. "Antes de irme a Tierra del Fuego me deshice de todo lo que tenía, así que cuando volví tenía lo mínimo. Pero en poco tiempo mis amigos, mi familia y hasta compañeros de trabajo me regalaron de todo. El amor recibido fue mágico. De pronto me encontré diciendo "no, gracias", porque ya era demasiado. Mi abuela me preguntó si necesitaba vasos y me trajo veinticuatro. ¡Veinticuatro vasos!"

La simple pregunta de los vasos me hizo ver hasta qué punto cambió mi vida en tan poco tiempo. Hace un año y medio estaba sentada en el suelo de una casa extraña, con una sensación arrolladora de descontrol e incertidumbre. Hoy, estoy con mi taza de té, mi música y Simona enroscada a unos metros mío. También me hizo pensar lo afortunada que soy: tengo un techo y personas que me quieren bien. Lamentablemente no todos cuentan con la misma suerte, y es algo de lo cual debo estar infinitamente agradecida.
Y creo que ya tengo de nuevo demasiadas cosas. La sensación de liviandad de aquella noche que pisé por primera vez mi casa, fue inolvidable. Quizás, cada tanto en la vida, hay que animarse a soltar lo que ya es pasado, soltar en todos los sentidos, de todas las maneras posibles. No necesito relaciones dañinas, y tampoco necesito tantos vasos, ni tantos platos, ni tanta ropa, menos en un mundo desparejo y con carencias.
Y ando con la necesidad de sentirme más liviana nuevamente, así que esta semana voy a ver qué tengo, qué es lo que realmente necesito y voy dar esas cosas a alguien que le haga falta más. Creo que cada tanto hay que hacer el ejercicio, ¿no?
¿Cómo viven ustedes la experiencia de soltar? ¿Son de animarse a desprenderse de sus cosas?
Beso,
Cari

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