"Pasé una Navidad en Calcuta", una enfermera argentina en la ciudad más pobre de la India
Eugenia Villegas pasó unas fiestas en la ciudad más pobre de la India. ¿El mejor regalo? Su propia experiencia transformadora
21 de diciembre de 2017 • 15:50
Créditos: Eugenia Villegas y Sofía Stavrou
“De chica siempre soñaba con salvar el mundo”
Me defino como una persona sin barreras, sin límites, buscando siempre lo que hay del otro lado. De profesión, soy enfermera, pero en mi casa familiar, princesa: soy la única mujer entre hermanos varones. Tengo 26 años y desde que tengo uso de razón mi cabeza siempre estuvo mirando a mi alrededor: me gusta estar atenta a todo lo que me rodea, y de chica mi sueño más grande era salvar el mundo, así de utópico. Hoy vivo con mi novio en Buenos Aires, la ciudad en la que nací y crecí, pero podríamos vivir en cualquier lugar del mundo y cuanto más necesitado sea, mejor. Hoy elijo quedarme acá para capacitarme todavía más y poder brindar ayuda de calidad en donde sea que se necesite. Las personas que sufren se merecen lo mejor que una pueda dar.
“Ser enfermera me permite aliviar el dolor de los más vulnerables y eso, para mí, es algo sagrado”
Siempre me gustó estar con el que sufre, con el que la está pasando mal, y tratar de hacer algo para ayudarlo, para aliviar su dolor o simplemente para acompañarlo. Elegir la carrera de enfermera no fue fácil para mí: me interesaban muchas cosas y quería hacerlas todas. Pero la enfermería tocaba mis fibras más íntimas, lo que realmente me mueve y me motiva, que es el otro, estar y compartir con la otra persona que se encuentra vulnerable, expuesta a una situación que no eligió. Desde el momento en que empecé la carrera, sabía que cuando la terminara me iba a ir a Calcuta. Y que no quería ir de visita solamente, quería vivir ahí por lo menos un año y pasar una Navidad diferente. Había leído el libro Ven, sé mi luz, en el que la Madre Teresa cuenta un poco su paso por la ciudad en la que se consagró, y, a medida que avanzaba con la lectura, cada vez estaba más convencida de que tenía que estar ahí. Quería ponerme a prueba, vivir en una ciudad de extrema pobreza en donde todo es adversidad, desde el clima hasta la cultura, la comida y la pobreza en sí misma. Y desde ese lugar, entregarlo todo, poder enfocar mi motivación en hacer algo para aliviar la situación del otro, sin que importara nada más.
Créditos: Eugenia Villegas y Sofía Stavrou
“Tanta comodidad me incomodaba”
Mi vida en Buenos Aires siempre fue muy cómoda y nunca me faltó nada, ni económica ni afectivamente: una familia increíble, con unos padres que siempre me apoyaron en todo, un grupo de amigas que adoro, salidas los fines de semana, viajes, todo era perfecto. Pero esa comodidad me incomodaba, sabía que había gente que vivía otra realidad, que tuvo otra suerte, diferente de la mía. Quería alejarme de todo para poder ver con perspectiva, para poder apreciar y valorar todo eso que tenía.
“La realidad me paralizó y me encerré durante 4 días”
Los primeros días fueron los más duros: llegué en abril, cuando ya la temperatura llegaba a los 50 grados, sumado al caótico ritmo de una ciudad en donde todo está permitido y las leyes parecieran no existir. Vacas, camiones, autos, chanchos, carretas, personas: todos conviven y circulan por líneas imaginarias. Los olores de la basura, del picante de la comida callejera, de la transpiración de la gente y de los restos podridos en los mercados te penetran, se instalan sin permiso y te persiguen a donde quiera que vayas: una receta perfecta para revolverte todo por dentro. Los primeros cuatro días me encerré en el cuarto del hostel y estaba paralizada. Poco a poco fui saliendo cada vez más a la calle y amigándome con toda esa locura para poder empezar a trabajar. A medida que fui empapándome de esa realidad, más ganas me daban de ponerme al servicio y hacer algo, aunque fuera mínimo, para cambiarle y alegrarle el día a alguien.
Créditos: Eugenia Villegas y Sofía Stavrou
“La sonrisa de alguien necesitado era lo más gratificante”
En Calcuta la jornada empezaba muy temprano: ya a las 5 de la mañana estaba despierta, iba a la misa que celebraban en el Hogar Madre de la Congregación de las Hermanas de la Caridad, el mismo en el que descansan los restos de la Madre Teresa. Después de un desayuno austero, cada grupo de voluntarios arrancaba su recorrido o su camino hacia el hogar que le tocaba. Con mi equipo empezábamos recorriendo un hospital y luego estaciones de trenes en busca de personas abandonadas, hambrientas, lastimadas, enfermas, moribundas o simplemente solas. Llevaba una mochila con comida, ropa y un kit de curaciones. La verdad es que hacía lo que podía porque la realidad desbordaba. Tratábamos de derivar a aquellas personas que encontrábamos en situaciones más vulnerables a diferentes centros en donde pudieran atenderlas o brindarles un lugar seguro para que pudieran descansar y recuperarse. A veces, simplemente me agachaba, les daba una palmada en la espalda y les decía: “Buen día”. Me encontraba con gente a la que nadie le habla, nadie la mira. Lo que podía hacer desde mi lugar parecía tan poco, tan insignificante, que me desbordaba el llanto de la impotencia. Esos minutos que compartíamos hablando con el lenguaje de la mirada eran para mí los más satisfactorios. La sonrisa de un corazón agradecido no tiene precio.
“Pasar Navidad ahí me enseñó más de lo que imaginé”
Sin duda, pasar la Navidad en Calcuta es una de esas experiencias que voy a guardar siempre en mi corazón. Esa Navidad estuvo cargada de sentido: no estaba presente Papá Noel ni había regalos, no había comida rica, pero el espíritu navideño estaba latente en las sonrisas de los más pobres. Con mis compañeros habíamos decidido repartir unas mantas el 24 a la noche a la gente que vivía en la calle, mas específicamente a los rickshaw wallace, conocidos como “los hombres carreta”, que transportan pasajeros en carros gigantes de acero y dos ruedas que ellos mismos cargan sobre sus espaldas. Nos reunimos de noche en uno de los hogares para organizar los paquetes; teníamos que hacerlo en silencio ya que estábamos en una habitación donde dormían 50 hombres que estaban en recuperación. De repente, una cabeza se asomó de una de las camas, me miró fijo, saltó y se puso a bailar mostrándome su cadera. Su cara mostraba una sonrisa de oreja a oreja y le caían las lágrimas. Y ahí lo reconocí. Era un hombre que tres meses antes habíamos encontrado en la calle con la cadera fracturada, lo rescatamos y logramos que se hiciera la operación. Yo le había perdido el rastro y me había olvidado de él. Pero ahí estaba, ya recuperado y con una felicidad que lo desbordaba. Me abrazó y lloramos juntos. Al día siguiente se iba para el norte de India a reencontrarse con su familia. Y ese, sin duda, fue el mejor regalo de Navidad que tuve en mi vida.
Créditos: Eugenia Villegas y Sofía Stavrou
“Todas esas cosas que yo creía esenciales para mi vida no estaban y, sin embargo, era muy feliz”
Hoy en día, en la vorágine con que vivimos las fiestas, se pierde un poco la esencia de la Navidad, el frenar, el replantearse, el encuentro con el otro. Nos quedamos en los detalles visuales y materiales y nos desconectamos de lo interior, de lo importante. En Calcuta no tenía nada material, vivía con dos mudas de ropa, comía por 20 centavos de dólar, vivía en un cuarto en donde no entraba parada, no tenía mi auto ni mi casa. Todas esas cosas que yo creía esenciales para mi vida no estaban y, sin embargo, era muy feliz. Era feliz porque estaba en lo esencial de la vida, en contacto diario con la gente, haciendo lo que me gusta, y además era querida y apoyada por mi familia y mis amigos, que, a pesar de la distancia enorme que nos separaba, estaban ahí. Después de mi Navidad en Calcuta, aprendí que las cosas materiales pueden estar o no. Si las tengo y las uso, buenísimo. Y si no están, no pasa nada porque mi felicidad no se va con ellas.
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