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Un ritual para soltar




Juan,
Volví.
Como suele suceder con los viajes, el golpe de la vuelta resultó intenso. No sólo porque hubo que cambiar los aromas de las frutas exóticas, los verdes casi irreales, las arenas blancas y las olas perfectas, por cemento y bocinazos de ciudad, sino porque regresé sintiéndome diferente.
Cuando salimos de la rutina y buscamos desconexión total con lo habitual – como fue mi caso -, surgen pensamientos y sensaciones que nos llevan a bucear en nuestro interior.
Después de un viaje lleno de paz, muchas horas de sueño, nada celular ni wi fi, mucho diálogo interior, una gran amiga, caricias del sol y olas barrenadas, llegué a Buenos Aires serena. Igual en mi esencia pero distinta.
¿Pueden quince días cambiarte tanto?

En mi caso creo que sí. Y tiene una explicación concreta que se interconecta mucho con lo que escribiste en tu último post.
Es curioso como tus palabras suelen describir sensaciones que estoy vivenciando. Pusiste:
"Desde hace un tiempo trato de no dejar más que una partecita de mi pie en el pasado. Y lo hago únicamente para recordarme quién soy, de donde vengo, y que sirva de impulso para que mi otro pie llegue tan lejos como pueda a pisar en el futuro."
Eso es exactamente lo que me pasó en este viaje: solté el pasado. No porque haya sido un mal lugar, no. Simplemente porque no es un espacio en el que quiera habitar más. Seguro quedará reflejado en algún espejo. Pero ya no me define.
A veces, la vida tiene puntos de inflexión. Puntos de quiebre donde ya no hay retorno posible a esa persona que solíamos ser.
Este viaje tuvo uno y quiero compartirlo.
Cuando armé mi valija, guardé las bikinis, el aparato para los mosquitos, mis collares favoritos, mi libro y mis adoradas cremas. Todo lo importante estaba. Y una cosa más: la alianza de mi matrimonio disuelto.
Hace más de un año que la alianza estaba guardada en una cajita, en un rincón perdido de un placard. La mayor parte del tiempo me olvidaba de su existencia, pero sin embargo ahí estaba, con todo su peso, todo su simbolismo. Un fantasma.
Así que agarré el anillo de acero y ébano (de "materiales duraderos y nobles como su amor" según el artesano) lo miré un buen rato y lo guardé en mi equipaje.
"Voy a escribir una carta contando todo lo que voy a soltar y la voy a quemar en la playa. La alianza la voy a lanzar al mar. Que el agua salada y las corrientes se lleven ese pasado.", le dije a mi amiga y compañera de viaje, Flor.

Durante las vacaciones, cada amanecer nos sorprendía con un cielo azul intenso, un mar de colores cambiantes y mucha caminata, charla de amigas, playa y lectura. El momento para el ritual del desprendimiento no surgía.
El 28 de enero íbamos a ir al concierto de Donavon Frankenreiter, un surfista cantautor que recorre playas surfers del mundo con su familia y toca su música. Sentía que quería vivir ese momento libre, despojada de ese anillo. El ritual tenía que suceder antes.
Te dejo un tema de Donavon para que escuches mientras lees lo que sigue:
Justo el 27 de enero amaneció nublado. Sin lluvia, con muy poco viento, pero con nubes de un blanco perlado bajas, tan bajas que se fundían con el mar en el horizonte.
No podía distinguir en qué momento terminaba el cielo y cuándo comenzaba el mar.
Era un día mágico.
Flor, que justo antes de viajar terminó una relación intensa, también escribió su carta para despedirse de la desilusión y los tratos por los que no quiere volver a pasar.
El camino a la playa fue uno de los privilegios del viaje. En un tramo, teníamos subir unos 300 metros de morro, que nos hacía transpirar y desear el agua con toda el alma, pero también sonreír por el paisaje imponente desde la altura. Al otro lado esperaba el paraíso.

El día del ritual, la sensación de la arena entre los pies fue distinta. Flor se sentó y empezó a cavar un pocito. Yo me fui a tocar el mar. Siento que cuando toco el agua mi energía se renueva, mi cabeza se pone en blanco, me invade paz y felicidad.
Mientras caminaba, podía sentir la alianza que hacia presión en mi bolsillo trasero de mi short de jean. De pronto las lágrimas comenzaron a caer, primero de a poco, después en cascada. No era tristeza, no era dolor, no era alegría, no era enojo. No podría decir por qué surgieron, pero no paraban.
Volví junto a Flor y me senté con ella. Con su mirada, siempre tan profunda y expresiva, me dijo: "Hice este pozo para quemar las cartas. Quememos tu carta".
La saqué de un bolsillo y la dejé en el hueco de arena. Pude distinguir en ella un par de las palabras escritas días atrás. No había nada más ni nada menos que hubiera querido expresar. Era lo justo. Minutos más tarde, las cenizas volaban en el mar.
No voy a ahondar en detalles de lo que puse, pero hay algo que sí quiero compartir del contenido. Fue una carta escrita al Universo. Como una ofrenda de lo que suelto y lo que estoy dispuesta a abrazar en el presente y el futuro. No la dirigí a ninguna persona, no puse palabras de enojo, ni odios ni rencores. Esa etapa la superé. Simplemente me despedí del pasado con la sensación de un adiós definitivo.
Pero lo más importante de lo escrito, lo compartí con Flor. "¿Querés decir algo antes de quemar la carta?", me preguntó.
"Suelto el pasado y le doy la bienvenida a la mejor etapa de mi vida. Porque los días que vienen, Flor, van a ser los mejores días de mi vida."

Al rato caminé hacia el mar y lancé la alianza lo más lejos que pude. Nos quedamos un rato en silencio mirando las olas, esperando que no devolviera lo que había despedido. No regresó.
Era tan sólo un anillo, es verdad, pero en un acto simbólico lo cargué de todo aquello que no quiero más para mi vida. Y así, en un segundo, solté.
Beso,
Cari

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