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Tres primaveras para sanar un desamor




Por temas técnicos, el nuevo post de Cari saldrá mañana. Mientras tanto, les dejamos el anterior.
Ya pasaron un par de horas desde las 12 del mediodía de este domingo 4 de diciembre del 2016. Desde el ventanal de mi departamento puedo ver y sentir cómo el calor de este último mes del año se cuela a través de los vidrios. Lo veo y siento en la quietud de la calle adoquinada; la temperatura es demasiado alta para circular bajo los rayos del sol bonaerense.
A esta altura del calendario me surgen inevitablemente ciertos recuerdos e interrogantes; memorias de una infancia donde los fines de semana entraban en otra dimensión del tiempo y los veranos duraban toda una vida dentro de la vida. Y después, en algún momento, nuestra percepción de las cosas a otra velocidad. Si trato de recordar cuándo fue el instante en el cual mi motor pasó de segunda a quinta en diez segundos, probablemente se corresponda bastante a mi primer trabajo, el primero sueldo, esa cuenta regresiva hasta el nuevo recibo, como la recarga de un tanque que nos vuelve híper conscientes de las horas, los días y el tiempo.
Comparto este tema para lo que sigue:
Y aun a pesar de que el tiempo adulto vuela, muchas veces me pregunto “¿tal cosa pasó este año? Parece que fue en otra vida.” En otra vida de este año traté de hacer funcionar una relación nueva después de mi separación, en otra vida de este año no funcionó y llegó a su fin. Quería que funcione, él también lo quería, pero supongo que hay cosas que trascienden el simple querer, y eso a mí me causó rabia e impotencia. No terminamos en buenos términos y, por teléfono, le dije que no me busque más y corté. Toda esa situación circular no me estaba haciendo bien. Supongo que después de un matrimonio fallido, uno reconoce el efecto de las espirales descendentes de forma más rápida. Cuando no fluye, por más que duela, hay que dejar ir.
Hace unos días, justo en uno de esos instantes en los cuales uno no lo espera ni lo piensa, llegó un mensaje de él. Más de dos meses sin contacto y de pronto el contador volvió a cero. Yo estaba en un ascensor lleno de personas y vi su nombre plasmado en la pantalla de mi celular; mis piernas se debilitaron y mi garganta se cerró. Lo extrañaba mucho, sí, pero en el no contacto había logrado mi paz; de pronto, en un segundo, el suelo tambaleaba otra vez.
El mensaje era de esos a los que queremos encontrarles mil sentidos, a pesar de ser simples y fríos:
“Hola Cari, perdón que te joda. ¿Pero vos tenés el cuchillo que me regaló mi padrino?”, decía. Su cuchillo es uno de esos objetos antiguos, de campo, empuñadura trabajada, con valor material y sentimental; uno que él trajo alguna vez porque en casa no tenía nada decente y que corte bien en la cocina. Sí que lo tenía. Pensaba que se lo había devuelto, pero lo tenía.
“¿Por qué siempre queda algo por devolver?”, pensé. Siempre un algo pendiente, una situación que te expone nuevamente a revisar sentimientos y a enfrentarte a nuevos interrogantes. ¿Qué le respondo? ¿Con qué tono? ¿Querrá que nos juntemos para que se lo devuelva? ¿Quiero verlo? “No me jodés. Sí, lo tengo.”, le puse finalmente. Y ahí quedó.

Al día siguiente otro mensaje de él. Mi corazón, de nuevo al galope. “Gracias. ¿Cómo hacemos? ¿Lo busco por tu oficina o me lo traes?” Palabras tan simples que se me volvieron una encrucijada. Podía decirle que lo busque por portería, o que lo dejaba abajo en su edificio o que ahora que sabe que está a salvo, que espere, ¿para qué lo necesitaba con tanta urgencia? Total, más adelante y con una mente más clara se lo podía dar. No le puse nada de eso. Le puse: “Esta semana no puedo, la que viene te lo llevo.” “Tranqui. Gracias”, respondió.
Mis amigas todas me dijeron lo mismo: es un clásico buscar la excusa de algo que quedó pendiente de devolución. Te quiere volver a ver. Cuidate. Evidentemente, por mi respuesta, yo lo quería ver. Todavía estaba a tiempo de alcanzárselo sin necesidad de verlo. Decidí no pensar al respecto y dejar que pase la semana y el fin de semana sin darle vueltas al asunto. Entonces llegó el lunes y pasó el martes y el miércoles. Mensaje de él: “Cari, cuándo lo vas a traer. ¿Te olvidaste?” “No, no me olvidé. Mañana te lo llevo.” “Ok. Si querés que esté, avísame. Sino déjalo abajo. Gracias.” Ahí estaba, el dilema central de todo este ida y vuelta, expuesto de frente. Yo tenía que decidir.
Y de pronto, todo se volvió simple y claro. Había estado todo este año reflexionando acerca de la sinceridad, de volvernos nosotros héroes, de aprender a soltar, de perdonarse y perdonar, de agradecer y buscar nuevos caminos y nuestros propios rituales de amor. Ahí estaba la respuesta, más allá de lo que él quería y buscaba con todo esto, ¿qué quería y qué necesitaba yo? Quería ser sincera, quería verlo, abrazarlo y pedirle perdón por cómo lo había tratado la última vez que hablamos, decirle que no es cierto que no quiero saber más nada más de él y que puede contar conmigo para lo que sea, porque a pesar de que no funcionamos como pareja, lo quiero y le deseo lo mejor. Por eso tomé el camino más sencillo, el de la verdad: “Quiero que estés.”

El jueves todos los nervios de los días previos desaparecieron. Caminé hacia su trabajo en paz; me sentía bien. Llegué y saludé al portero que me dejó subir derecho hasta al piso de su oficina. Fue raro volver a caminar por esos pasillos. ¿Sería la última vez? Puede ser. Golpeé despacio y entré. Él también estaba tranquilo, se paró y nos dimos un abrazo breve. Hablamos mucho y le dije todo eso que necesitaba decirle de frente. Somos distintos, nos pasan cosas distintas y no nos sabemos poner de acuerdo; pero pude decirle que no quería que el último recuerdo entre nosotros dos sea ese día fatal y que podía contar conmigo para lo que sea. Cuando nos despedimos él me miró con tristeza y me acompañó hasta la calle. “José”, le dije cuando estábamos caminando hacia el ascensor, “Perdón.” Entonces se dio vuelta y me abrazó fuerte, muy fuerte, por unos cuantos segundos que resultaron maravillosamente eternos.
“Me dijeron que uno tarda tres primaveras en recuperarse de un desamor. Te falta una.”, me dijo cuando ya me estaba yendo. “No creo en esas cosas”, le contesté.
Y mientras caminaba haciendo cálculos de primaveras y tiempos desde que terminé mi matrimonio, me di cuenta que para mí eso ya había pasado en otra vida. De pronto, tuve el impulso de volver sobre mis pasos para decirle que no creía en eso porque ese pasado ya estaba cerrado y que tenía la esperanza de que no me tome tres primaveras olvidarme de él. Pero seguí adelante. Sé que hoy es mejor así.

Al terminar una relación que hubieran querido que funcione, ¿pasaron por situaciones y sensaciones similares? ¿Creen que inconscientemente dejamos objetos nuestros en lo del otro para tener una excusa, un reencuentro? Y, ¿qué opinan de la teoría de las tres primaveras?
Beso,
Cari

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