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“Por sobre todas las cosas, quiero una hija que esté viva”: la mamá de una adolescente reflexiona sobre cómo es educarla en una sociedad violenta

Un relato en primera persona de Maru, la mamá de Ana, que nos invita a reflexionar sobre los desafíos de educar a su hija en la sociedad actual


Maru y su hija Ana

Maru y su hija Ana



Cuando mi hija era bebé y en invierno se congestionaba, recuerdo muy vívidamente cómo le pedía que me ayudara a sacarse los mocos. Si no me dejaba, le pedía a ella por favor que con su mano se los sacara sola y, así, poder respirar mejor. Recuerdo con mucha fuerza pensar que en el futuro (que en ese momento sentía súper lejano) seguramente tendría que deconstruir esa costumbre y seguro -me imaginaba- me convertiría en todas las madres del mundo gritando: “sacáte la mano de la nariz”.

Me acuerdo también, desde que Ana me miró a los ojos, haber intentado ser muy cuidadosa en el trato con su cuerpo. Porque a pesar de sentirla -aún hoy- parte del mío, su cuerpo es suyo y el mío es otro. Con palabras, con canciones, con señas intenté explicarle día a día, noche a noche, que nadie podía tocarla, que su cuerpo es sagrado. Una tarde mientras la cambiaba, evidentemente se sintió incómoda con mi forma de limpiarla y me tiró una cachetada. Se tapó la boca, como si hubiera hecho algo malo. Como si pegarme esa cachetada hubiera estado mal. Debo haber tardado unos 15 segundos en reaccionar: “Ana, está bien”. Y tardé todos estos años en revivir ese momento.

Con palabras, con canciones, con señas intenté explicarle día a día, noche a noche, que nadie podía tocarla, que su cuerpo es sagrado

Soñé con mi hija desde que todavía mi rol en este mundo vincular era exclusivamente el de hija. Cuando me convertí en su mamá di vueltas alrededor de las decisiones que me tocaban tomar. Y durante mucho tiempo la pregunta que me hice fue: “¿qué hija quiero criar?”.

Quiero criar una hija segura de sí misma, libre, luchadora. Una hija que piense y que elabore sus propias teorías del mundo. Una hija que ame con todas sus fuerzas. Que goce, que disfrute, que se deleite con todos los placeres. Con el placer de la amistad, con el placer del roce, con la sexualidad, con las ideas.

Una hija que viva.

Pero, por sobre todas las cosas, quiero una hija que esté viva.

Pero, por sobre todas las cosas, quiero una hija que esté viva.

Ana y Maru

Ana y Maru

Hace poco Ana empezó su tumultuoso camino hacia la adolescencia. En un mundo que muchas veces es un sin sentido, le toca empezar a ser adolescente. Le toca gritar, enojarse, diferenciarse de mí y oponerse a todo lo que pueda. Es su turno. Entonces la pregunta cambió, la pregunta se transformó en otra: “¿qué madre quiero ser?”.

Quiero ser la madre que acompañe, la que a veces abrace cuando llora sin motivos o por motivos que ella desconoce, o por motivos que yo desconozco. La que escuche y le preste un lugar amable -porque el mundo no suele ser un lugar amable-. La que aprenda a esperar respuestas, porque si la apuro no gano nada. Una mamá que no tenga todas las respuestas y que tenga la valentía de decirlo: “no tengo todas las respuestas”. Pero, por sobre todas las cosas, quiero ser la mamá de una hija que esté viva.

Y entonces me transformé en la que grita: “sacate la mano de la nariz”. Pero de una forma más cruel, más ruda, más terrible.

Ana vino hace una semana con la ropa lista para empezar su sexto grado: un jean roto y una musculosa lila, el color de moda. En un hogar que pondera sus libertades, sin embargo, preguntó: “¿puedo ir así mañana mamá?”, como si supiera -porque lo sabe- que hay algo malo en lo que eligió para salir al mundo. Y claro, mi respuesta fue: “No, esa remera no”. Fui tan determinante que solamente le quedó encerrarse y llorar. Seguramente maldijo para adentro o muy bajito. A mí, a la madre feminista, a la madre luchadora, a la madre que no se calla frente a ningún hombre.

Horas después, cuando se resignó a ser mi hija, caminábamos solas por la calle -como en un acto justiciero, ella vestía su musculosa lila- y me salió decirle: “No sos vos, Ana. Vos podés y tenés que vestirte como quieras. Pero a veces no se puede”. Y tras ese no se puede, esa bajada de cabeza, le expliqué que las miradas incómodas con las que se va a encontrar cuando use esa remera que le marca su incipiente -y hermoso, más hermoso que ninguno- cuerpo de pequeña mujercita libre, son miradas que pesan y que, simplemente, estoy intentando alivianarle esa carga. “y, ¿por qué?”.

Le expliqué que las miradas incómodas con las que se va a encontrar cuando use esa remera que le marca su incipiente -y hermoso, más hermoso que ninguno- cuerpo de pequeña mujercita libre, son miradas que pesan y que, simplemente, estoy intentando alivianarle esa carga. “Y, ¿Por qué?”.

Porque somos mujeres. Porque somos libres pero mientras podemos. Porque somos libres pero de a ratos. Porque tenemos algunos derechos pero no todos. Puede vestirse como quiere cuando estoy yo para defenderla y mientras tanto le voy enseñando cómo va a tener que defenderse sola. Sino, no. Porque aunque no lo vea, miran. Y le miran las tetas, y le hacen bajar la mirada, y le van desgranando esa seguridad con la que intenté educarla. Porque hasta que no esté lista para no estar “tan segura”, necesita respaldo. Porque la amo y porque la quiero viva.

Criar a una hija libre y viva es un oxímoron. Tenemos que criar hijas que vivan alertas. Porque mientras la mirada incómoda, la mano en el lugar equivocado y la palabra desatinada exista, necesitamos estar alertas. Y entonces la hija que quise criar, la madre que quiero ser, tienen que silenciarse para poder sobrevivir.

Criar a una hija libre y viva es un oxímoron. Tenemos que criar hijas que vivan alertas. Porque mientras la mirada incómoda, la mano en el lugar equivocado y la palabra desatinada exista, necesitamos estar alertas.

Ayer resonó todo el día: si no tenemos los mismos miedos, no tenemos los mismos derechos. Y no, no los tenemos. “Y vos con esa musculosa violeta, a la escuela, no podés ir…”

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