Hace unos días compré una entrada para ir al teatro. Si las cosas siguen así –lo que significa: si no hay rebrotes–, a fin de mes podré ir a ver una obra que hace tiempo que le tenía ganas. Y hace algunas semanas me encontré con una amiga en un restaurante.
La sensación de habitar un espacio público, rodeadas de gente sin barbijo, fue rarísima durante los primeros minutos. ¿Estará bien lo que estamos haciendo? ¿Tendríamos que haber esperado un poco más para volver a darnos un gusto en el espacio público? Cuando nos despedimos, mi amiga y yo nos dimos un abrazo con la panza llena y el corazón contento. Nos acordábamos perfectamente de cómo era ir a comer afuera, charlar, frente a frente y, pasado el shock inicial, habitamos la vuelta a la normalidad con bastante soltura.
También pude volver a la peluquería. Como tuve miedo de que pasado un tiempo volviese a cerrar, le pedí al estilista que el corte fuera "cortísimo": ante la duda, pensé, mejor que dure más. Todavía no sabemos qué va a pasar cuando vuelva el tan temido invierno. Mientras los diarios especulan con la segunda ola de contagios, nosotros disfrutamos del regreso a las calles con la alegría de quien perdió un objeto muy preciado y vuelve a recuperarlo. Casi como si estuviera otra vez recién llegada.
En octubre de 2018
llegué a Berlín para instalarme dos años, sin imaginar que en el medio de mi aventura iba a vivir una pandemia. Tenía algunos ahorros y un plan: hacer un máster en teoría teatral y buscarme un trabajo, cualquiera, para pagarme la vida y los estudios.
Como desde el jardín de infantes hasta la secundaria fui a una deutsche schule, Alemania siempre fue el destino al que apuntaba mi mente cuando mis ganas de barajar y dar de nuevo empezaban a dispararse. Era –lo sigue siendo– un país que ofrecía una buena cantidad de novedades, un entorno distinto al argentino que me regalaba esa sensación de lejanía que necesitaba; y a la vez, brindaba una cultura y una lengua que no me eran del todo ajenas. A mí, que siempre tuve trabajos vinculados con la comunicación,
me gusta ir a la panadería y quedarme charlando con el vendedor. Me gusta entender las publicidades de la calle cuando viajo en colectivo. Me gusta saber que puedo ir al cine y al teatro, a un museo, y que voy a comprender lo que está pasando: me da tranquilidad saber que puedo formar parte de la conversación.
Berlín me atrajo siempre por los motivos que le resultan encantadores a cualquiera: es una capital increíblemente verde e infinitamente artística (no sé si alguna otra ciudad del mundo ofrece ese balance soñado entre naturaleza y oferta cultural), es colorida y multirracial, es señorial en sus zonas más turísticas –que sus habitantes no pisamos casi nunca– y auténtica en todos los demás barrios. Incluso ahora que pasó el tiempo y que tuve tiempo para dejar de idealizarla, me sigue pareciendo una ciudad fenomenal.
Me enamoré de ella en 2014, cuando hice un curso de lengua y cultura alemanas en la Universidad Libre de Berlín. Había quedado fascinada con la experiencia universitaria del país: un campus como el de las películas, bibliotecas inmensas, el gran comedor lleno de jóvenes acarreando sus bandejas, estudiantes de países que ni siquiera estaba segura de poder ubicar en el mapa.
Volver a las calles también implicó volver a mis paseos preferidos en la ciudad
Caminar las ferias de usados para descubrir tesoros de otras épocas es una de mis actividades favoritas: las tacitas esmaltadas más lindas que viste en tu vida a un euro, ropa genial en perfecto estado a un tercio de lo que la pagarías en un negocio, un libro de cocina ilustrado de los 60 con recetas de Alemania Oriental... Berlín tiene
muchísimos mercadillos que vale la pena conocer: buscás "Flohmarkt" en Google Maps y se abre un mundo de posibilidades. Recomiendo animarse a conocer las ferias que todavía no explotan de turistas (como la del Mauerpark, que se puso cara y mucho menos interesante que hace unos años). Mi voto va especialmente para: las ferias de Maybachufer, la del RAW Gelände y la de Boxhagener Platz.
Berlín es una de las capitales más verdes del mundo. Una de las razones por las que la crisis del coronavirus se pudo sobrellevar con menos restricciones que en otras ciudades europeas de más de un millón de habitantes fue, justamente, su cantidad de espacios al aire libre. Aunque los parques estén llenos, siempre es posible correr, caminar o sentarse a leer manteniendo una buena distancia del resto de las personas. ¿Mis favoritos? El Treptower Park, con el inmenso monumento soviético en homenaje a los caídos en la Segunda Guerra Mundial. Y en Neukölln, mi barrio, el Hasenheide, cuya traducción literal es "pradera de conejos".
En la otra punta de la ciudad, un clásico: el Tiergarten, el mayor pulmón verde de la ciudad, ideal para hacer en bici. El viaje desde Hauptbahnhof (la estación central), pasando por el puente Moltke hasta el Reichstag, toma unos 40 minutos. Y seguir pedaleando hasta el castillo de Charlottenburg también es un gran plan.
Para conocer los museos más tradicionales de Berlín –que son los cinco que están ubicados en la llamada Isla de los Museos–, hay que desembolsar por lo menos 20 euros, que es lo que cuesta el pase diario que te habilita a entrar a todos. Pero también hay un mundo alternativo de exposiciones gratuitas que vale la pena conocer. Recomiendo especialmente dos, que invitan a viajar hacia el pasado y al futuro. Muy cerquita de la estación central, el Futurium (
@futuriumd) ofrece exposiciones y actividades vinculadas con la ciencia, la técnica y las humanidades a partir del lema-pregunta: ¿cómo queremos vivir en unos años? En la increíble Kulturbrauerei, una ex fábrica de cervezas del barrio Prenzlauer Berg, se puede ver la exposición "Alltag in der DDR" (Vida cotidiana en la RDA), con objetos de la Alemania oriental en los 70 y 80: los lugares de trabajo de sus habitantes, la esfera privada y los lugares de vacaciones.
kulturbrauerei-berlin.deSi hay una parte difícil de instalarse en Berlín, es la de encontrar vivienda. Todos los pasos de la burocracia alemana –elegir obra social, hacer los trámites para obtener un CUIT, lidiar con formularios llenos de palabras largas que jamás en tu vida habías leído– comienzan una vez que encontraste una casa. Alquilar un departamento no solo implica tener un techo, sino obtener la posibilidad de hacer la Anmeldung, madre de todos los trámites alemanes. Anmeldearse (así lo llamamos entre latinos) no es otra cosa que avisarle al Estado alemán que ahora vivís acá.
Llegué a Berlín con ese tema resuelto: gracias a una amiga alemana que se iba por un tiempo a San Pablo, conseguí una casa con posibilidad de empadronamiento sin tener que estresarme demasiado. Sabía que iba a alquilar su cuarto, pero no tenía idea de con quién iba a convivir. Cuando la conocí a Mareike –mi roommate–, fue amor a primera vista: una estudiante de Ciencias Políticas diez años más joven que yo que enseguida me adoptó como su hermana mayor. La relación fluyó tan bien que decidimos buscar juntas una casa definitiva para las dos. Conseguimos un departamento vacío en Neukölln –un barrio de inmigrantes que se gentrificó más rápido de lo deseable en los últimos años– y lo fuimos amoblando con algunas cosas compradas en IKEA, vajilla heredada de la abuela de ella y muchísimos objetos que encontramos en la calle, en ferias americanas, o por eBay. Acá mucha gente decide regalar sus viejas pertenencias por Internet: para dos estudiantes con más tiempo libre que dinero, esas pertenencias son bienes muy preciados. Decorar una casa con bajo presupuesto lleva mucho tiempo de búsqueda y maña, pero es uno de los desafíos más divertidos: cruzás la ciudad entera para buscar un estantecito barato, unas sillas o una mesa en busca de nuevos dueños. Y además de ahorrar, descubrís barrios que de otra forma jamás hubieras conocido.
En Berlín, las paredes hablan y son el fiel reflejo de su historia y de su potencialidad artística. Te lo advertimos: vas a cansarte de sacarles fotos a los miles de grafitis y murales que estampan sus calles. Hay muchas agencias que organizan tours especiales por las mejores intervenciones de la ciudad o incluso workshops para hacerlos.
Si te gusta esta expresión artística, vale la pena sumarse a uno. También conocer Urban Nation, una galería dedicada al street art, con entrada gratis:
urban-nation.comLa relación de amor del berlinés con su bicicleta está cimentada en años de aprendizaje y sostén mutuo. La bici es mucho más que un medio de transporte: podría decirse, sin temor a la exageración, que
es un estilo de vida. Una cosa que me sigue sorprendiendo es que, desde chiquitos, los niños se pasean por los parques a toda velocidad y sin rueditas. Algunos paseos imperdibles para hacer sobre ruedas en esta ciudad bici-friendly: