India siempre fue un gran plan, hasta ahora. La última vez que había pisado estas tierras me prometí fuera como fuese regresar. Después de tres años, convencí a mi marido de volver a mochilear por las callecitas que nos hicieron levitar y, aunque él no tenía ganas de un viaje tan largo, pero sí el deseo de acompañarme, aceptó. Le debo una grande.
Salimos de Buenos Aires el 26 de febrero, todo venía raro, pero no para tanto. Yo estaba segura de que todo se iba a ir acomodando, aunque nuestras mentes y las de algunos amigos explotaban de preguntas: "¿Che, nos vamos?, ¿da para salir al mundo?, ¿deberíamos cambiar el destino?, pero ¡vamos a perder los pasajes! ¡Todo el itinerario! Cancelé mil eventos para poder tomarme este mes de vacaciones. Puede salir bien o mal, arriesguémonos". Salió mal.
Volamos vía Barcelona, donde hicimos nuestra primera parada para trabajar, a la vuelta me esperaba un taller de 40 mujeres en la ciudad y tenía que dejar todo listo. A esa altura Italia ya se estaba complicando, por eso no nos pareció una buena idea pisar tierras tanas para salir rumbo a India vía Roma. Así que cancelamos el pasaje y sacamos otro vía Finlandia. No lo podés creer, pero en Helsinki a esa altura había solo un caso y eso nos dejaba tranquilos. Nos estábamos yendo para arriba, para volver a bajar, todo por viajar por una ruta menos peligrosa. Luego de 12 horas, una escala y un par de husos horarios, con una botella de alcohol en gel y un barbijo de pintor con el que se nos complicaba respirar (porque no habíamos conseguido otro en la farmacia), llegamos a Delhi.
Vista al puente de Laxhman Jhula, el mejor lugar para ver el atardecer..
Ah, qué bien se sentía poder respirar el aire contaminado de Delhi después de haber luchado para respirar un poco de aire fresco en el avión. Los primeros días en India siempre son de un goce inmenso. Viajar a Rishikesh, la ciudad que más amo en el mundo, visitar a mi maestro de yoga, escuchar a Mooji Baba y su sabiduría, meditarle al Ganges, tomar un chai en el puestito de la esquina, sonreírles a las vacas cuando vienen a pedirte un mimo, esquivar los monos en el puente de Laxman Jula para que no te roben la comida de la mochila, escuchar las ceremonias al atardecer y cantar, cantar el tiempo en pausa que te regala esa ciudad. Todo es tan maravilloso, tan idílico.
"Vuelvan ya"
No se venía sintiendo el efecto coronavirus, pero nos cuidábamos de la misma manera en que te cuidás siempre en un país como India, aunque, honestamente, no estábamos relajados. Generalmente, en India tenés que cuidarte con el agua (que sea potable), las comidas, los mosquitos, las pulgas del colchón: hasta ahí te lo manejaba, pero, de repente, la malaria, el cólera, el dengue y el coronavirus estaban siendo demasiados agentes de riesgo. Andábamos, hablando mal y pronto, con la boca cerrada y el culo fruncido.
Tomando un té (ginger, honey, lemon) en el Corner German Bakery de Rishikesh.
De ahí seguimos viaje al desierto, a la zona de Rajastán, exactamente hacia Pushkar. Habíamos terminado de deshacer la mochila luego de viajar 12 horas en un bondi nocturno, nos enganchó el wifi y decidimos avisar a la familia que habíamos llegado bien a destino, y entonces las olas de paranoia aterrizaron en nuestros celulares con pancartas que decían: "¡Vuelvan ya! El virus llegó a Argentina. Están cerrando los aeropuertos, tienen que volver ahora".
Inmediatamente se cayó el viaje que habíamos soñado. Cancelaciones, dinero perdido, que ya no importa porque peor es la energía que arrasa al ser, y la incertidumbre. Ahora no estaba sola, un mundo entero inmerso en el mismo quilombo. ¿Qué hacer? ¿Correr o seguir? ¿Temer o pensar? No lo sabíamos, pero sí sabíamos que no había tiempo que perder, que, aunque me dolía, era el momento de volvernos flexibles. Una habilidad que entreno desde hace tantos años como maestra de yoga, y aún así me sigue costando.
Logramos sacar un nuevo vuelo con escala en Dubái, pero eso significaba que esa misma noche debíamos volver a tomar el bondi nocturno de 10 horas, esta vez para Delhi. El plan era estar un día ahí y al siguiente nos tomaríamos el vuelo de regreso a casa. Pero nunca sucedió por el maldito mail que me cambió la cara al leerlo: "Tu vuelo fue cancelado, no hay asientos en la aeronave y la remilmier…". Crisis. Llamados familiares. ¿Qué pasa si nos quedamos varados en Delhi?
Una familia realizando el pooja de la tarde, la ceremonia de agradecimiento que se hace a la "Madre Ganga", como le dicen al Río Ganges.
Se armó una red de ayuda entre las familias, el consulado, el seguro de viaje y los amigos que nos sostenían a la distancia pensando alternativas para volver a casa. Eso fue tan hermoso, cada uno de los seres que te acompañan en las buenas está en las malas y empodera el vínculo, sentís el calor a miles de kilómetros de distancia. Esa misma noche, agotados de pensar y no encontrar soluciones, decidimos irnos a dormir y ver qué pasaba al día siguiente. A las 06 abrí los ojos con la certeza de que iba a encontrar un vuelo para volver. "¡Nico, despertate! Encontré uno que sale ahora a las 11, es vía Londres y solo quedan dos lugares".
Haciendo mi práctica de yoga al atardecer frente al Ganges, mi momento preferido del día.
Entre cambios y compras de pasajes que no pudimos tomar, ya no nos daban las tarjetas para pagar el ticket, pero siempre, cuando estás desesperada, alguien te salva. Logramos comunicarnos con un amigo, que se contactó con un amigo suyo, que llamó a un conocido que tiene una agencia de viajes, y lo pudo convencer, a las diez y media de la noche de Buenos Aires, de que nos emitiera el pasaje y que cuando llegáramos se lo pagábamos. "Ya son las siete y media. Preparen las mochilas y salgan ya para el aeropuerto, yo me encargo de sus pasajes".
Un auténtico " Indian tali" de ruta: El plato clásico con arroz, verduras y curry.
Activamos el operativo, había que rajar enseguida, nos quedaba una hora para llegar, manoteamos la ropa hippie, descartando un par de cosas, y salimos desesperados a la calle con la sensación de "¡no llegamos!". Encontramos un tuc tuc (esas motos con carrito) en la esquina, que nos llevó lo más rápido que pudo al aeropuerto. Llegamos con la lengua afuera pero adentro del barbijo, empapados en sudor, con la presión de que se cerraban las fronteras y no nos daban las patas para llegar. El mundo, o, mejor dicho, los seres humanos, se habían vuelto una amenaza. ¿Habré empujado este viaje aun sabiendo y teniendo la intuición de que no era el momento para salir? ¿Me habrá cegado mi deseo de estar lejos en otro tiempo y espacio? Por más que quería volver a vivir mi India única que me reconecta con mi ser, la realidad es que las cosas nunca vuelven a ser las mismas, siempre cambian. Ni mejor ni peor, distintas.
El bus nocturno, por solo 8 dólares dormís acostado (si lográs dormir) para viajar de Pushkar a Delhi.
El último vuelo
Ya con las piernas estiradas, tapada con la pashmina que llegué a comprarme en el mercado y una azafata sonriente preguntándome si quería jugo de naranja o vino para comenzar, nos miramos con mi marido y exhalamos profundo (quizá por primera vez en los últimos quince días), nos estallamos de risa. De esas risas nerviosas. Anunciaron que ese era el último vuelo que llegaba a Argentina y me angustié pensando en todos los turistas amigos que había conocido en el viaje y que no supe si habían podido volver. Pensé: "Qué suerte tuvimos y, al mismo tiempo, que película de ficción estamos viviendo".
La vida, de alguna maravillosa manera, te enfrenta con los desafíos en el tiempo exacto. Bajar el cambio del cual no querés bajar, entendiendo que el mejor lugar para estar es en el centro y el calor de una misma. Desde ahí se desarrolla la confianza, crece la compasión, se desdibuja el miedo y se expande el amor. "Eso nos sana", pensé.
Por fin dentro del avión, por volver a casa.
Volvimos a casa antes de tiempo y por otra ruta para zafar de los países más afectados, pero igual, ¿qué cambia? Tiene que haber un aprendizaje mayor. El gato encerrado está tirando data a lo loco y cada uno toma lo que considera mejor. Me pregunto si no será una oportunidad para permitirnos fluir más y abandonar nuestras estructuras. ¿Para cooperar?, ¿para unir?, ¿para sacar nuestras cabezas de tanto "yo" y ponerla más en el mundo, en el otro?
Estoy segura de que el presente nos invita a preguntarnos: ¿y ahora qué?
Aceptar que la vida es este constante cambio de planes, rumbos y creencias.
Que las amenazas llegan en distintos tamaños y formatos y a ver cómo eso te saca de la caja...
Que vos elegís la manera de informarte, pensar, enroscar tu mente o entrar en pánico.
Que el camino es incierto y, por eso, está lleno de asombro.
Que será hora de pensar qué te pasa cuando el mundo se frena.
Ya en casa
Acá, desde mi cuarentena, veo la mochila que quedó afuera a ver si el sol le quema el estrés. Le dije que no la quiero ver por un par de años, pero no quiero ser tan extremista.
Esta experiencia me trajo la bendita resolución de que el Universo te da la medicina que necesitás en el momento en que la necesitás. Y por más dolor que haya ahí afuera, confío en que esta es la enseñanza que nos trae el planeta para que el mundo que vivamos ya no sea el mismo, sino mucho mejor. Cuidémonos. Protejámonos. AMÉMONOS. Confiemos en nuestra salud divina. Meditemos. Y sigamos todas las indicaciones médicas.
Pronto el mundo se acomodará, pero nos dejará una hermosa lección para continuar. Porque el Universo no es rencoroso, sino generoso. •