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Cazadora de imágenes




Uno nunca sabe quién te lee. Una vez que escribe y suelta el texto, las letras pueden viajar miles de kilómetros en pocos segundos y esparcirse en cualquier lado. Me gusta pensar en esa transformación maravillosa al lenguaje binario. Estamos tan acostumbrados a ese entorno que apenas recordamos cómo era la vida sin compu ni celular.
El otro día me sorprendió un mail de una persona que había leído mi post La loca de los gatos. Su nombre es Odile Vuibert y me contaba que vivía con dos hermosas gatas: Fanny y Negravení, en homenaje al escritor Osvaldo Soriano que tenía un macho al que lo llamaba así, claro que en masculino. Como su nombre me llamó la atención, la busqué en Google y descubrí su página en donde mencionaba que era artista y cocinera, además de profesora de francés, entre otras actividades. Tenía algunos de sus cuadros y también recetas que se veían deliciosas. Pero cuando llegué a su biografía supe que la tenía que compartir con ustedes. Su vida podría ser llevada al cine, Odile debería ser la protagonista de una novela. Viajera incansable, desde su nacimiento no dejó de apropiarse de los colores y los aromas de los lugares a donde iba, para después volcarlos, transformados, en obras de arte y platos de la cocina del mundo.
Quedamos en vernos. La visité en su departamento un sábado caluroso y me llevó a recorrer su piso enorme, con una terraza cubierta por plantas y flores. Y mientras yo acariciaba a Negravení cada tanto, ella me mostraba fotos y charlábamos de los países que visitó, de su comida preferida y de las razones que tuvo para quedarse en Argentina.
Odile Vuibert nació en Francia, hija de un editor y una cocinera, creció en París y pasó sus primeros veranos en Alemania. Por entonces –cuenta– la educación clásica francesa contemplaba que al entrar al secundario estudiaran latín, griego, y alemán. Como el mandato del padre no se discutía -el suyo había nacido en el 1904-, se quedaba en Alemania durante un mes al terminar las clases, el primer año fue la ciudad de Giessen, muy cerca de Frankfurt y al año siguiente a un pueblito llamado Leihgestern, al que después volvió. En las casas de familias donde la alojaron encontró personas cariñosas, pero también le tocó compartir techo con gente muy seria y estricta. Ella, curiosa, preguntaba sobre la guerra pero nadie de su edad quería hablar sobre el tema. Los chicos estaban educados "bajo la ley del silencio", que no se podía quebrar. Tuvo la oportunidad de viajar con una de las familias a Alemania del Este, en 1968. Así vio los tanques rusos que desfilaban por el país todavía dividido por el muro.
-No había ningún color en las calles, todo era gris y triste. Conocí la casa de campo de Goethe (cerca de Weimar) que estaba protegida por la sombra de un árbol hermoso: un ginkgo biloba del cual me enamoré.
De esa manera logró hablar y entender el idioma alemán. Podía expresarse en otro idioma, leerlo, bucear, hacer compras sola, ir a la ciudad, al museo, hablar con todos. Ahí descubrió una de sus pasiones: los idiomas. "El mundo empezaba a florecer".
Odile a los trece años

Odile a los trece años

-¿Qué fue lo que te motivó a viajar? ¿Qué buscabas en esos viajes? ¿Era para ganarte la vida o tenías otras inquietudes?
-Al poco tiempo del regreso de este viaje a Alemania, falleció mi padre. Tenía trece años y monedas. Tuvimos que vender la casa, mudarnos cada uno por su cuenta. Cuidaba niños, estudiaba de noche, y cuando tenía un peso era para viajar. A los 16 me fui a Estados Unidos. En Washington D.C. cocinaba (reproduciendo los gestos de mi madre). Allí me quede varios meses. Tenía que ir a sentir como respiraban los demás, sentir otras costumbres, otras cocinas, otras miradas… No me podía quedar con un solo "formato". Había nacido cazadora de imágenes.
-¿Qué te gustaba dibujar de chica?
-Desde mis 7 años quería dibujar. Es cuando empecé a fascinarme con las flores: las miraba, las tocaba, las olía, las comía, y las intentaba dibujar y pintar. La naturaleza, cerca de París, era "mi laboratorio" que me permitía vivir aislada sin ningún aburrimiento. Y seguí: era ver el mundo a mi manera.
-¿Cómo es la cocina antillana? ¿Cuáles son los sabores más tradicionales?
-A los 19, el color me avasalló cuando me fui a vivir dos años en la isla de Guadalupe en las Antillas Francesas. Pintaba sobre seda natural, enseñaba, y vendía toda la producción en las boutiques de los hoteles. Era la única blanca en un pueblito de gente negra, y mis vecinas me enseñaron sus recetas de cocina. Utilizaban muchas especias, ajo, cebolla de verdeo, limas, citronela, cilantro, frutas exóticas (carambolas, leetchees, "quenets", fruto de pan, bananas-manzana, ananás, mandioca, bananas para freír….). Me lancé en el "agridulce" y hacia pollo flambé al ananá, cangrejos rellenos. Cocinaba peces de todos colores que me regalaban los vecinos. Hacia muchas marinadas e invitaba todos los amigos a cenar. Estaba transformando la cocina clásica francesa de mi madre, en una cocina más creativa jugando con los perfumes. El mercado de Pointe-a-Pitre tenia colores, frutos, raíces, verduras desconocidas, alegría, telas hermosas, flores sorprendentes.
Odile volvió a Paris a pintar. Sus amigos la visitaban y almorzaban los domingos en su casa, ella inventaba algo con lo que cada uno llevaba. Y después continuaba los viajes por Europa y Asia. Cada vez que podía, se iba ellos. "No era la novia de ninguno: me protegían y yo les cocinaba. ¡Ideal!"
Odile en el Taj Mahal. India.

Odile en el Taj Mahal. India.

-¿Cómo y dónde conociste a tu marido, Roberto? ¿A qué se dedicaba?
-Conocí a Roberto por un compinche en común. Él estaba viajando. Era argentino, no hablaba francés, yo no sabía nada de español, conversábamos en inglés. Así vine a conocer su país, donde trabajaba como librero con sus hermanos. El primer día salí a hacer las compras, diccionario en mano. Obviamente el primer año dije burradas garrafales y cuando no podía escuchar más hablar español, me encerraba sobre mi misma y me dedicaba a comer dulce de batata – no existía en Francia-. Así engordé alegremente, pintaba y daba clases de francés, leía mucho, anotaba las palabras desconocidas, las buscaba en el diccionario, las anotaba en un cuaderno, luego salía a practicar: utilizando el venezolano, el mejicano.
En uno de sus viajes por la Patagonia, Odile encontró paisajes que le hicieron recordar a su Francia natal, y se enamoró de esas tierras, en especial de El Bolsón.
-Con Roberto decidimos mudarnos en el 84’. El Bolsón era un pueblo chico y salvaje –no había ruta pavimentada- Nos conocíamos todos. Reencontré mis plantas de Francia y compramos un terreno yermo, donde construimos una casa que dibujé. Vivimos 3 años sin luz. Luego plante todo lo que encontraba, era como crear un cuadro vivo, cuidarlo y verlo crecer. 5 años después vino el divorcio. Me quede en la chacra y construí una pequeña hostería. La cuestión era compartir este predio con huéspedes –a menudo extranjeros- cocinarles a diario, hacer el pan, los dulces, tener huertas y viveros, ovejeros alemanes, gatos, gansos, truchas y colibríes: brindar y compartir belleza. Fue una época hermosa. De octubre a mayo recibía gente. De mayo a octubre –no había gas natural- pintaba y hacia traducciones del español al francés. Fue una época hermosa y físicamente agotadora. Me preguntaban ¿Usted va al gimnasio? ¡El gimnasio se llama CHACRA!
En la Patagonia

En la Patagonia

Durante varios años Odile se quedó en el sur, hasta que a fines de 2005, mientras trabajaba en el jardín, se cayó de repente. Las piernas no la sostenían. Se rompió el manguito rotador del hombro derecho y se quedó dolorida en el piso. Dos vértebras se habían deslizado una sobre la otra porque el cartílago entre ambas había sido comido por una tuberculosis ósea. Se le llama Mal de Pott y es una infección que no es tan fácil de detectar. La descubrieron dos meses más tarde en una clínica de Bariloche, cuando pesaba 40 kilos, y la infección que rozaba la septicemia.
-¿Cómo fue transitar la enfermedad? ¿Es muy difícil la recuperación?
-Estaba parapléjica. Los médicos me daban 15 días. Cuando me anunciaron el diagnostico, primero pensé "¡esto no existe más!". Luego recordé que mi padre había tenido lo mismo en el 1914, entonces pensé que si él había llegado a la remisión, iba a llegar también. Volví a mi casa y me quede un año en cama. Cada día venían amigos y la verdad es que nos reíamos mucho. Estaba prohibido hablar de enfermedad cerca de mí. Hacía psicoanálisis una vez por semana, en casa, obvio. Un amigo me cocinaba a diario. Tomaba los medicamentos rigurosamente. Miraba películas en inglés y alemán, sin subtítulos. Así vi pasar las estaciones. Escribí un libro de pura catarsis y me comunicaba por internet con el mundo. La noche era compleja: estaba sola. Al fin, acepté todo lo que viniera. Me daba cuenta que si podía volver a pararme en el medio del bosque de abedules, seria genial. Que si no lo podía hacer, los arboles seguirían creciendo igualmente. Descubría mi propia finitud. Fue un año de lecciones: aceptación, paciencia, rechazar la autocompasión, aprender nuevas cosas, creer en la curación y divertiste para no quedar rumiando con un tema tan pesado. Después con un corset metálico empecé a moverme de a poco, lloraba de alegría todo el tiempo con las cosas de lo cotidiano que suelen parecer nimias y para nada lo son: bañarse, cocinar, abrazar todos los árboles, oler el pasto, mirar el cielo, ver a los pájaros… Volví a trabajar, cocinar, pintar, sembrar: todo era alegría. Estaba en un estado de gracia.
Cuadro: Patagonia Salvaje

Cuadro: Patagonia Salvaje

Espera.

Espera.

Mujer azul

Mujer azul

-Seguís pintando, das clases de pintura, francés, cocina. Asesorás a restaurantes. Y me comentabas que querés dar cuidados paliativos. ¿Me podrías contar bien sobre eso?
-Hoy estoy en Buenos Aires. Puedo caminar y lo gozo cada día. Me operaron el hombro derecho –con una prótesis reversa- y recobré los movimientos. Es fabuloso. Doy clases de pintura, de francés (es fascinante hablar mi idioma y ver al alumno progresar con ganas), de cocina de autor (utilizando los productos de estación y las hierbas, verduras, especias del Barrio Chino de Belgrano). Voy a cocinar a la casa de la gente. Asesoro algunos restaurantes que quieren renovar sus cartas. Y mi deseo mayor es poder ayudar a ciertas personas que están atravesando momentos muy críticos, a pasarlos con las herramientas que me ayudaron, son cuidados paliativos. Los médicos que me acompañaron me decían "no tenés el saber Universitario, pero tenés el saber empírico, entendés. ¡Entonces lo tenés que dar!".
Después de varios años de psicoanálisis, de haber atravesado problemas en soledad, y haber recibido ayuda de manos amigas, sabe que la distancia no resuelve los conflictos, que a veces los magnifica, y que hay que enfrentarlos para avanzar. Lo tomó como una excelente inversión que continúa al día de hoy. Y que en estos tres últimos años se convirtió en estudio, con una formación en psicoanálisis. "Aprendí a escuchar. Y a callarme".
Odile Vuibert nunca deja de pintar. Sobre óleos o sobre telas, ella sigue desplegando su arte.
-Es una vida multifacética, entusiasta, y sobre todo, hoy, tierna.
Odile Vuibert con el Maestro Antonio Pujía

Odile Vuibert con el Maestro Antonio Pujía

¡Muchas gracias Odile Vuibert! Para la próxima habrá un post con algunas de sus recetas verdes. Pueden contactarse con ella a través de su Web.
A mí me encuentran en kariuenverde@gmail.com
¡Abrazos!
Kariu

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