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Cómo es vivir en una ciudad sin miedo al acoso callejero


En Madrid, decir piropos pasó de ser "pintoresco" a ser "cutre" y la calle dejó de ser un terreno hostil. Esto es lo que una madrileña nos enseñó sobre ese proceso de transformación.

En Madrid, decir piropos pasó de ser "pintoresco" a ser "cutre" y la calle dejó de ser un terreno hostil. Esto es lo que una madrileña nos enseñó sobre ese proceso de transformación. - Créditos: Javier García / Unsplash



Me mudé a Madrid durante la primavera. La ropa empezaba a molestar y la ciudad jugaba con las combinaciones sexies típicas de las medias estaciones. Las mujeres llevaban botas bucaneras con la naturalidad con la que yo uso zapatillas. Iban con mini shorts ínfimos que una porteña sólo se atrevería a usar en una playa de Brasil. No importa qué tan despampanantes lucían, a su paso, las calles seguían igual de silenciosas.

Una ciudad sin piropos

Al cabo de algunas semanas entendí que estaba viviendo en una ciudad sin piropos. Y empecé a mirarlas distinto. Por la soltura con la que se movían, comprendí que ninguna de esas mujeres sentía la luz cenital que sentimos las argentinas cuando subimos algunos voltios en un look o simplemente, cuando hace calor y empezamos deshacernos de la ropa. Esa peligrosa sensación de abandonar el camuflaje que usualmente adoptamos para intentar invisibilizarnos en el radar de la violencia masculina. Como si eso fuera posible.
No es sorprendente la velocidad con la que acá mutó mi look. Es fácil acostumbrarse a lo bueno. Para cuando llegó el verano, ya había olvidado qué era eso de de dedicarle más de un minuto a pensar qué me iba a poner. Durante mis primeros tres meses en Madrid, no solo no escuché opiniones no solicitadas sobre mi cuerpo, sino que no sentí esa mirada violenta que lanzan los hombres argentinos cuando aún en silencio, te hacen sentir lo que están pensando. "Allá nunca entiendo si van a robarme o a decirme que estoy buena", me dijo otra argentina recién mudada, consternada por la falta de matices entre una sensación y otra. "Si alguien comienza a decirte cosas o a seguirte por la calle aquí, de seguro, tienes que ponerte en guardia", me explicó una agente de policía para introducirme a las reglas de mi nueva ciudad.

Cómo se dio el cambio de actitud frente al acoso callejero

A ocho meses de mi llegada, no ha habido encuentro con una argentina que no haya terminado en una charla sobre cómo esta claridad nos cambió la vida.
Es difícil creer que Madrid haya sido, hace no tanto, una ciudad repleta de hombres orgullosos de ser obscenos. Pero lo era. Eso me cuenta Nerea Pérez de Las Heras, periodista, humorista y autora de "Feminismo para torpes", una serie de videos que se pueden ver en el diario digital El País y en un show de teatro. "Siempre hubo una tradición de acoso callejero en España. Se consideraba parte de una cultura ingeniosa", me explica. A decir verdad, la cosa iba más lejos. Nacida y criada en Madrid hace 36 años, Nerea tiene en su haber unos cuantos manoseos y otros tantos avistamientos obscenos que eran parte del panorama diario en la ciudad. Para estos últimos incluso, había un territorio liberado: el campus de Universidad Complutense, ni más ni menos: "Yo estudiaba ahí y recuerdo que había un camino de arbustos muy largo sembrado de tios masturbandose frente a las chicas que pasábamos por ahí", resume. Eso fue hace década y media.
¿Cómo pudo esta ciudad dar semejante giro? "Cuando las mujeres empezamos a sacar nuestras experiencias del ámbito personal y a hacer política con ellas, comenzó el quiebre", explica.

Una batalla ganada por el feminismo

"Durante estos últimos años especialmente, el hartazgo nos hizo cambiar de actitud: comenzamos a responder con mala cara y a retrucar las agresiones", detalla. "El malestar fue calando en la sociedad. Llegado cierto punto, todos empezamos a entender que no se podía vivir en guerra constante y los hombres tuvieron que ceder", me revela. Según Nerea, el feminismo dejó al descubierto que el "piropo" o cualquier comentario no solicitado se trataba de una forma de ejercer el poder. "Un tío que te sigue por la calle y te pregunta a dónde vas tan solita, no está esperando que le contestes ni que le digas ven conmigo. Solo está avanzando porque puede, porque quiere hacerse notar, porque quiere poder sobre ti. Eso tiene que ver con la masculinidad tradicional y hegemónica que necesita expandirse, mientras la feminidad tiene que ver con aguantar", observa. "En el fondo, es lisa y llanamente una expresión de territorialidad, de decir ´la calle es mía´", resume. "Lo que logramos empezar a comunicar nosotras es, "Bueno ¿sabes que? Este territorio no es tuyo, cómo no es tuya la noche, la politica ni nada, es de todos´", enfatiza.
Durante los ocho meses que llevo en Madrid, hubo un momento en que la preocupación por el acoso volvió a asaltarme. Fue cuando me mudé a Lavapiés, un barrio repleto de inmigrantes senegaleses, indios y pakistaníes, culturas con las que jamás había convivido e identificaba como machistas. Lavapiés es un barrio masculino, la mayor parte de los que circulan en la calle son hombres, así que supuse que eso lo volvería hostil. Sorprendentemente, aunque muchos de mis nuevos vecinos ni siquiera hablaban la lengua del país, estaban completamente adaptados al código de convivencia. Salvo alguna excepción, ellos tampoco me decían nada. Al igual que Nerea, sospecho que la razón está relacionada con el modo en que los hombres que habitan en Madrid han cambiado su idea de masculinidad y por ende, a cierta autorregulación del género.

Aprendieron a guardarse su opiniones para si mismos

"No estoy segura de sí a los tíos les importa tanto como nos sentimos nosotras como les importa lo que piensan sus pares. Y eso también cambió. En los últimos años, los mismos hombres comenzaron a ver los piropos como algo cutre, inculto, primitivo", describe. Sé exactamente de lo que habla. Hace pocos días un amigo argentino que estaba de visita me comentó cuántas mujeres hermosas había en la ciudad y me reveló cierta frustración: "pasa que si les decís acá, todo el mundo te mira como un desubicado", se lamentó. Llevaba días en el novedoso ejercicio de guardarse sus opiniones para sí mismo.
Cuando expreso mi admiración por el cambio, Nerea no entiende por qué tanto espamento "después de todo, el feminismo ha logrado cambiar cosas mucho más complejas", me recuerda. "Aquí hemos conseguido echar un ministro porque quiso modificar la ley del aborto legal", me subraya. Luego guarda silencio. "Vale. Ustedes la tienen complicada".

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