"Soy muy autoexigente": claves para bajar un cambio
¡Se vienen los últimos meses del año! Si sentís que estás llegando con low battery y te estás subiendo a demasiados mandatos y “deberías”, te damos una guía para que aflojes un poco tu propia autoexigencia.
27 de octubre de 2022
exigencia-principal.png - Créditos: Getty
Llega esta época del año y ya sabemos lo que necesitamos: bajar un cambio, desconectar, desobedecer mandatos, descansar, equivocarnos, dejar de ser “Mujeres Maravilla”, animarnos a la inacción, soltar los imperativos y ser más auténticas. Sí, todo eso. Nosotras lo resumimos con el concepto “exigencia cero”. Sabemos que el cero es casi imposible, pero lo pensamos como una especie de utopía hacia la que caminar. Una idea inspiradora que nos pone en marcha: queremos aflojar. Sabemos de las dificultades del camino, e incluso que la meta tal vez sea inalcanzable. Pero si podemos observar nuestra exigencia y ablandar sus efectos más nocivos; si logramos empezar a discernir entre un impulso por hacer sin descanso y la correcta acción... ya habremos hecho buena parte del recorrido.
¿Cómo desenmascararla?
¿Sabés qué significa exigencia? Pedir imperiosamente algo a lo que se tiene derecho. En la autoexigencia el pedido es desde el ego (el tuyo) y es sobre el individuo (vos). Hay uno que empuja y otro que no tiene recursos. Internamente, se traduce en un constante “tengo que” unido a un “no puedo”. La imagen que siempre nos recuerda nuestra psico Inés Dates sobre esto es muy elocuente: es casi como manejar un auto apretando el acelerador y el freno al mismo tiempo. Resulta forzado y no te lleva a ninguna parte.
¿Cómo reconocer que nos estamos autoexigiendo? Vos esto lo sabés mejor que nadie. Sí: es esa vocecita casi siempre insidiosa que suena como la de un jefe malo, que te marca el error, que señala lo que falta, que mete el “pero” antes que cualquier otra cosa, que te habla en lenguaje peyorativo, minimiza tus logros y todo lo ve en términos de deber. Y es muy femenina la sensación. ¿Por qué? Sencillamente, porque los hombres miran hacia afuera. Son menos introspectivos. En cambio, nosotras buscamos dentro, nos cargamos culpas propias y ajenas y nos devanamos los sesos preguntándonos “¿Cómo hago para pertenecer?” “¿Cómo encajo yo acá?”. Además, claro, de que culturalmente recibimos una serie de mandatos. Entonces, si decodificamos las exigencias ajenas como propias, el listado crece al infinito: debería estar más flaca, debería ganar más guita, debería conseguir pareja, debería tener más hijos (o debería no tenerlos), debería hacer deporte, debería tunear un poco más mi casa, debería organizarme mejor, debería tomar más agua y así. Pero esta pila de “deberías” no hacen otra cosa que sofocarnos, más que estimularnos. Y andamos por la vida preocupadas, tensionadas, irritables, agobiadas. ¿Te resuena esto?
Proyecto vs Exigencia
Pero cuando empezamos a observar toda la frustración y el malestar que nos genera ese ideal inalcanzable, es hora de ponerte en marcha y empuñar la bandera de “Exigencia cero”. Al principio vas a querer aferrarte a tu exigencia porque es el modo bajo el que solés funcionar. Y sobre todo, porque te seduce; viene disfrazada de ilusión, de logro, de virtud, de esfuerzo y de mérito. Todas cosas muy aplaudidas, y que nos hacen sentir buenas y fuertes. A nivel químico, dos sustancias funcionan para que estés allá arriba, hiperkinética e impasible: la dopamina y la adrenalina.
Y si es tan estimulante… ¿Por qué entonces nos agota? Porque, en definitiva, nos impide ser lo que somos, y así como te pega el subidón de la acción, debilita otros aspectos de la vida como el descanso, el amor y el más simple de los disfrutes (como por ejemplo, tirarte en el sillón a ver pelis y comer chocolates sin voces que se opongan en tu cabeza).
“Bueno, pero si no me exijo un poco no avanzo con mis proyectos” – seguramente estés pensando. Pero hay una diferencia entre “sentir proyecto” y “sentir exigencia”. En un proyecto sentimos que tenemos los recursos, en definitiva, que vamos a poder. En la exigencia, en cambio, te toma una permanente sensación de incapacidad. Tenemos el objetivo allá lejos, pero sentimos que no contamos con los recursos. ¿No los tenés o “sentís” que no los tenés? Ahí está el otro tema: todas las veces que confundimos dificultad con miedo, el corazón mismo de la exigencia.
Para decirlo más simple, somos autoexigentes porque tememos caer en el fracaso. El razonamiento es el siguiente: dejo de hacer, me dejan de querer, dejo de existir para el otro, ergo, desaparezco.
¿Cómo transformar la autoexigencia en otras sensaciones?
Abrazar los procesos: cuando estás metida en algún proyecto –ya sea personal, laboral o con otros-, enseguida aparecen las ilusiones, las expectativas altas. Y con ellas, la exigencia de querer “estar a la altura de”. Lo que te proponemos con “Exigencia cero” tampoco es irresponsabilidad, dejadez, ni abandono, de decir “y bue, que salga lo que salga”. Puede parecer un tanto contradictorio, pero si lográs ser consciente de que estás en un proceso, de a poco vas a ir liberándote de las supuestas expectativas ajenas, del deseo de agradar a los demás, y eso, a la larga, te permite hacer muchas más cosas.
La idea de querer hacerlo TODO -y encima todo perfecto- solo nos lleva al miedo y a la parálisis. En cambio, bajando tu propia vara altísima, vas a permitirte probar, a darte permiso para meter la pata. Te hace más comprensiva con los otros, y con vos misma, pero esto no quiere decir que dejes a los demás hacer con vos lo que les dé la gana. Al contrario: gracias a la exigencia cero conocés tu cuerpo, tus límites y tus necesidades.
Decirte que podés: para no sentirte exigida necesitás sentir que podés. Este es un poder entendido no como algo que se tiene -una posesión-, sino como una permanente construcción. Para que te hagas una imagen: no es tener toda la casa bajo control -lo cual sería ilusorio- sino saber que contás con tu propia caja de herramientas con las que, llegado el caso, vas a reparar lo que haga falta. Esa cajita sos vos, claro: tus recursos internos, tu experiencia, tus ideas, tus conocimientos, tus afectos y tu confianza.
Tomar el camino del aprendiz eterno: hay dos formas de encarar cada día: 1) Desde el ego y 2) Desde el aprendizaje. El primer camino te pone afuera de la experiencia. Lo que pasa es algo externo a vos. La realidad está allá y te marca el compás con el que vos tenés que bailar. “Uf, estas son cosas que TENGO QUE hacer, porque alguien las tiene que hacer, porque si no… (nunca nos atrevemos a completar estas frases porque descubriríamos que no-PA-SA-NA-DA). El aprendizaje, en cambio, te permite elegir qué información vas a poner adentro tuyo – incorporándola, haciéndola parte de tu repertorio de temas- y si vas a actuar según ella o no. Te habilita la capacidad de repensarte: “¿Tener la última pilcha de moda es un tema para mí? ¿Es importante esto hoy? ¿Esto, lo hago por mí y los míos o por alguien más?”.
Dimensionar mejor el tiempo: el ego sabe poco de acerca de la dimensión temporal de las cosas. Para él todo es ahora. Quiere saberlo todo YA. ¿Por qué? Para evitarte -ilusoriamente, claro- posibles sufrimientos. Sí, tu ego es un artefacto diseñado para defenderte de tus fracasos. La aceptación de que vivimos inmersas en ciclos y procesos donde nadie -ni la más diosa del Instagram- la tiene atada, nos pone a salvo de la autoexigencia. Entonces, el mensaje para trasmitirle a tu mente es: “Me ocuparé de X cosa cuando me ocupe”. Y “Cada cosa tiene su momento y su duración”.
Así, además, evitamos una forma de no-acción que nos genera mucho estrés: la procrastinación, es decir, evitar permanentemente algo que queremos/debemos hacer con diferentes excusas. Nos pone a la defensiva y nos genera culpa.
Poner un pie en el embrague: ya sabemos que hay dos tipos de estrés, uno que hace mal y otro que hace bien. Este último se pone en marcha cuando enfrentamos algún desafío sintiendo que tenemos con qué; en ese momento todo nuestro cuerpo se prepara para usar sus recursos y nos sentimos fuertes y capaces. El otro se desencadena cuando lo que tenemos que enfrentar nos parece “demasiado”. Entonces el cuerpo se prepara al mismo tiempo para actuar y para declararse vencido. Como dice Daniel Siegel en “The developing Mind”: “la activación simultánea de ambos sistemas crea una sensación interna de 'explosion' en la cabeza y en la tensión corporal, y el pensamiento se hace imposible.” ¿Y si ponemos embrague? Así soltamos el acelerador del sistema simpático (el que pone en marcha la fisiología del cuerpo) para que actúe el freno del parasimpático (el que detiene y serena), y poder así pensar y decidir cuál es la acción más apropiada para cada circunstancia.
Transformar el deber en deseo: cambiá el “tengo que” por el “quiero”. “Uy, tengo que hacer algo con mi postura” suena mucho más exigido que “Ay, cómo me gustaría hacer yoga o natación”.
Generar un espacio libre de juicio: si te cuesta encontrar esos huecos donde permitirte algo completamente inútil y alejado de un resultado y/u objetivo, buscalo afuera: ¿qué onda arrancar un curso de plástica, de clown, de pintura sobre tela, o clases de ruso? Que sea un ámbito 100 por ciento libre de juicio y donde puedas sorprenderte jugando.
EXIGENCIA CERO EN #NEUROHACKS: ¿querés escuchar esta nota?
Expertas Consultadas
Inés Dates. Nuestra psicóloga.
Florencia Luque. Publicista, especializada en RR.HH., PNL y Coaching.
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