Aventura y gastronomía: tres experiencias para disfrutar en Bariloche
Desde la ciudad, un hat trick de recorridos que combinan naturaleza y cocina, con los mejores paisajes y productos locales
26 de noviembre de 2017
Créditos: Emprotur
Merluzón patagónico y laja de trucha. Sopa de hongos con mollejas de cordero. Ojo de bife, tocino y cenizas. Rama de chocolate negro, centro de rosa mosqueta y gel de sauco. No son ingredientes de una poción mágica. Son cuatro pasos de un menú que se ofrece en uno de los restaurantes más lujosos de Bariloche.
Más allá de los ingredientes -trucha, cordero, chocolate, rosa mosqueta- tan característicos (¡y exquisitos!) de la Patagonia, la gastronomía de Bariloche se reinventó. Novedosos maridajes de ingredientes, mesas tendidas a los pies de paisajes de almanaque y experiencias que muestran de dónde viene la materia prima minutos antes de probarla, son algunas de las propuestas que hacen de Bariloche una peripecia gastronómica
1. Excursión a Puerto Blest: de la selva a la mesa
La excursión a Puerto Blest es uno de los paseos tradicionales desde Bariloche. Son 25 kilómetros en micro y una hora de navegación. Al comienzo, Luis, el guía,comparte la información de rigor: temperatura, cantidad de habitantes, cantidad de lagos, cantidad de cerros y de nieve. "Se producen 2,5 millones de litros de cerveza al año, hay más de 20 fábricas de chocolate que producen más de 600 toneladas por año".
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El recorrido continúa en silencio, entre pinos (no autóctonos) y cipreses. En una curva, aparece el imponente hotel Llao Llao sobre una colina, frente al puerto donde las embarcaciones esperan a los turistas.
"Les aconsejo que aprovechen para mirar el paisaje con los ojos y no a través del celular", dice Luis mientras el catamarán se aleja de Puerto Pañuelo.
El sol penetra por las ventanillas y el brazo Blest, el más importante del Nahuel Huapi, también observa inmutable. En la cabina hay sillones y mesas amplias donde los desconocidos aprovechan para compartir mate, café, charlas, medialunas y fotos.
El catamarán atraca en un pequeño muelle y, mientras se instalan las pasarelas de descenso, algunos aprovechan para subir a la popa y observar, sin vidrios de por medio, a los gigantes dormidos. La cordillera de los Andes parece pintada por algún genio omnipresente. "Tanta belleza y lo único que nos sale es sacar el celular y congelar una imagen", se resigna un pasajero.
El secreto del pan
"¡Bienvenidos!", exclama el chef mientras se calza el delantal blanco. A 150 metros del muelle, espera una mesa para veinte comensales. Tres panes humean sobre el mantel blanco. La miga es amarronada y tiene pequeñas semillas de sésamo. "La harina es de trigo integral producida en Trevelin", dice el chef.
Al primer bocado, los "mmmm" se esparcen por toda la mesa. La textura es liviana, esponjosa y aireada. El secreto: la levadura patagónica (Saccharomyces eubayanus), que no puede comprarse en ningún almacén ni supermercado. Se requiere de mucha paciencia y espíritu explorador porque sólo está en los hongos llao llao que crecen a los pies de coihues.
"Estos hongos se comen ni bien se recolectan y tienen un sabor azucarado. ¡Son deliciosos!", dice Lucía Pajarola antes de comenzar la caminata por la selva valdiviana en la orilla frente a Puerto Blest. Ella, junto a Mariela y Javier, forman parte de Conicet Patagonia Norte y serán los guías del recorrido.
De su bandolera, saca una bolsa con dos bolitas blancas y gelatinosas. A simple vista no son muy atractivos y apetecibles. Pero tienen el componente mágico con el que no sólo se hacen esponjosos panes sino también cervezas edición limitada. La marca neerlandesa Heineken lanzó la H41 Lager Salvaje, una cepa con matices afrutados y hecha a base de la levadura patagónica argentina. "Tiene un sabor único", dice la página web de la marca que la comercializa. Para probarla, hay que viajar hasta Dublín.
"¿Están preparados para subir 586 escalones?", pregunta Mariela Pasqui, responsable de Vinculación Tecnológica de Conicet Patagonia Norte. Una escalera de madera penetra en medio de la selva plagada de alerces, cipreses y cohiues.
Una oficina especial
Hay lianas y hierba milagrosa, laurel y cañas colihues, pájaros carpinteros y chimangos. Verde arriba y verde abajo. Las raíces están cubiertas por una alfombra de musgo. El chapaleo del agua es la música que acompaña todo el recorrido.
"Esta selva era mi oficina. Pasé semanas enteras acá adentro y sólo me iba cuando llovía", explica Javier Grosfeld, doctor en biología, especializado en crecimiento y arquitectura vegetal. Cada tanto se adelanta, frena frente a una planta, la mira, la toca, la huele. Conoce cada especie a la perfección. "Este alerce debe tener unos 1500 años", asegura.
El chapoteo del agua se hace cada vez más fuerte. La cascada de los Cántaros zigzaguea entre las rocas. Muchos visitantes se acercan y dejan que algunas gotas los salpiquen. El agua es muy fría y transparente. Pero el clima se vuelve espeso y compacto. La humedad mantiene empapadas las barandas de madera, incluso en invierno. Algunos visitantes demoran el paso, aprovechan para recuperar el aire y charlar con los científicos, mirar lo que ellos miran, tocar lo que ellos tocan. Javier se detiene cada tanto y observa hacia los costados de las escaleras. "Tendría que estar lleno de hongos", dice.
Justo antes del último descanso, Javier corre unas hojas verdes y señala un sombrero blanco. "Este hongo es alucinógeno y te deja ciego por varias horas", dice satisfecho porque cumplió con su misión. También admite que ese es uno de los secretos que tiene con la selva valdiviana y que -casi- nunca comparte.
Datos útiles
Excursión a Puerto Blest y Cascada de los Cántaros: desde $ 1060 por personamás $ 50 de tasa de embarque y $ 120 de entrada al Parque Nahuel Huapi. Menores y jubilados pagan 50% menos por el tour. La empresa Turisur ofrece una extensión del recorrido al Lago Frías que sale $ 420 más. No incluye comidas. Se puede llevar canasta para picnic o comprar sándwiches y minutas en el comedor Barranco de los Huillines, a 150 metros de Puerto Blest.
2. Noches de música y cazuelas en el refugio del cerro Otto
Linternas: encendidas. Camperas: cerradas. Cordones: atados. La caminata empieza debajo de un cartel de madera que, con letras blancas, anuncia Bienvenidos a Berghof. El camino zigzaguea entre árboles y rocas. "Estén atentos dónde pisan", dice Luca Fidani, uno de los guardas que viven en el refugio del cerro Otto.
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Luego de una curva, una pequeña cabaña se asoma entre los árboles. En ese lugar, vivió y murió Otto Meiling, fundador del Club Andino de Bariloche y uno de los primeros exploradores de las montañas de la zona.
El pequeño refugio es como una palmadita al hombro después de un día de caminata, un chocolate caliente en una tarde de invierno, un abrazo después de una larga despedida. "Dejé mi empresa de recursos humanos y me vine para acá. Estoy feliz, es otra forma de vivir", dice Diego Batistella, el otro guarda del refugio mientras recibe a los visitantes.
Las mesas están listas, los candelabros encendidos. La luz es tenue y no alcanza, pero no importa. Afuera está casi tan oscuro como adentro y los ventanales parecen tableros de control con luces que se prenden y se apagan. Desde 1200 metros sobre el nivel del mar, la ciudad de Bariloche aparece silenciosa y titubeante.
"La gente viene caminando y acá hace una parada. El atardecer y la vista son impresionantes", agrega Luca, mientras las mesas se llenan de empanadas de manzana y cebolla y cazuelas de barro todavía calientes.
Esos pequeños cuencos ardieron al fuego durante un largo rato, tal y como ardió el Berghof en diciembre de 2011, devorada por enormes lenguas de fuego. No quedó nada. Entre las cenizas se esfumó parte de la historia de la primera escuela de esquí de Bariloche. Sin embargo, dos años después, sobre el polvo se construyó un nuevo refugio.
Unos rasgueos de guitarra y unos golpecitos de bombo dejan a los visitantes en silencio. "Murmura el monte sublime, ancestros que andan perdidos. Tal vez con su silbo agreste vuelvan a hallar sus caminos". Con una voz dulce, Victoria de la Puente, del Dúo Arroyito, anima a los espectadores a que acompañen con las palmas.
En una de las paredes del comedor, un pequeño afiche azul anuncia: Ciclo Cultural: Sturm und Drung. Viernes 21 hs. Como cada verano, el refugio abre sus puertas para que turistas y locales puedan disfrutar de comida y música en la montaña. El nombre lo tomaron prestado de un movimiento literario alemán que exaltaba los sentimientos, la naturaleza, la subjetividad y la libertad de expresión.
"Los refugios son parte de la identidad de Bariloche", dice Luca mientras lleva los últimos platos hacia la bacha de la cocina.
Datos útiles
Berghof: con vehículo se toma el camino que nace en el kilómetro 1 de Av. de los Pioneros y se recorren 7 kilómetros por ripio. A pie, se toma otro camino -también en el kilómetro 1 Pioneros- y se camina por 7 kilómetros (lleva casi 2 hs). Por último, se puede ascender por el teleférico del cerro Otto, en el kilómetro 5. Allí se puede comer un plato de sorrentinos o de cordero con bebida por $ 245. Para las noches de Sturm und Drang se debe reservar previamente llamando al 2944 146018. Cerro Bayo 569.
3. El nuevo Cassis y la huerta con los sabores de siempre
Apenas se abre la puerta de madera, los aromas inundan la nariz. Frutales, ahumados, cítricos, avinagrados. Cuatro mesas redondas exhiben texturas, olores y sabores muy diferentes. Mozzarella, burrata, brie, camembert y unos cuantos más en la primera, la más exquisita y pálida de todas. Frambuesas, arándanos y corintos nadan en enormes bols transparentes justo a las hojas de lechuga, acedera, espinaca y remolacha y la última mesa, con truchas y salmones.
"Llegué tarde a casa", dice la cocinera Mariana la China Müller, desde la otra punta del salón. Está enfundada en un delantal gris al igual que el resto de los mozos y cocineros de Casa Cassis, la nueva propuesta del tradicional restaurante en Villa Lago Gutiérrez, a 9 kilómetros de Bariloche.
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Unos metros más allá del comedor, un sendero sin marcar conduce a la parte de atrás del restaurante. En el camino hay enebros (Juniperus), arbustos de 40 centímetros de alto, y radales (Lomatia hirsuta), un árbol siempre verde con hojas largas y ovales.
"Justo donde están pisando hay brotes de vinagrillo, una plantita que se usa en las ensaladas", advierte la maestra yuyera de la casa y varios de los visitantes dan un saltito. Sara Itkin es médica y siempre está cerca de las plantas. Dice que todo lo que sabe no se lo dio su título universitario sino las suelas gastadas de los zapatos con los que recorrió varias comunidades de la zona.
A medida que camina, Itkin se agacha y acaricia las plantas. Las mira, les habla y ellas le responden algo que nadie entiende. "Las colinas son nuestra mejor farmacia", dice mientras toca una planta de frutillas y se lleva la mano hacia el cuello. "Es muy buena para prevenir los dolores de garganta", agrega.
Una niña de pelo claro y delantal gris se acerca al grupo con dos botellones: uno con un líquido borravino y pedacitos de naranja; el otro, con una emulsión amarilla clara y rodajas de limón. Cada vez que alguno pregunta, Ona -de 11 años- recomienda el primero.
Ella es hija de la China y pasa todas las tardes entre la cocina y la huerta de Cassis. "Me gusta más que ir a la escuela", dice mientras rellena los vasos. Su sabor es muy dulce y fresco. "Tiene cassis, menta y naranja", explica. El otro es de limón y flores de sauco, unos pequeños brotes amarillentos que le dan un sabor amelonado.
En una pequeña mesa improvisada justo en frente de la huerta, varias botellitas, frascos con tapa a rosca y barricas están expuestas sobre un mantel de arpillera. Los líquidos van del amarillo intenso al naranja, pasando por el fucsia y el violeta oscuro. Con una fibra plateada -y una letra poco legible- se revelan sus ingredientes: flores de sauco, cassis, calafate, grosellas, frambuesas.
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"¿Quieren probar?", dice Ernesto Wolf, esposo de la China e ideólogo de la línea de dressings y vinagres Müller & Wolf. Toma uno de los frascos color fucsia y coloca unas gotitas en una pequeña cuchara de metal.
En el medio de la cata de jugos y vinagres, hay alguien que no puede olvidar al viejo Cassis. A aquel restaurante ubicado dentro del sofisticado Arelauquen Golf Country, con ventanales de vidrio y una imponente vista del Lago Gutiérrez.
"China, ¿qué cambió en Cassis?", dijo uno de los visitantes
"Antes, la cocina era algo íntimo que hacíamos en familia. Hoy, la familia sigue estando, pero quisimos mostrar a la gente cómo la vivimos nosotros: desde la huerta hasta los platos".
Datos útiles
Casa Cassis:menú de siete pasos, 1250 pesos. Ruta Pcial. 82, kilómetro 6 y medio, Lago Gutiérrez, Peñón de Arelauquen, San Carlos de Bariloche. Tel.:(294) 459 3650.
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