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Chiloé: mágico y fuera de este mundo

Aislado del continente, en más de un sentido, este archipiélago poblado de leyendas y de característica arquitectura no renuncia a su cultura y sus antiguas tradiciones




En Castro, a orillas del río Gamboa, las típicas casas sobre palafitos y con tejuelas

En Castro, a orillas del río Gamboa, las típicas casas sobre palafitos y con tejuelas - Créditos: Gza: Tierra Chiloé

CHILOÉ, Chile.- Hoy no es un día típicamente chilote: el cielo está limpio; las nubes grises y la llovizna, marcas registradas de este archipiélago conformado por la isla Grande de Chiloé y alrededor de 40 más pequeñas, han dado una tregua.
El aroma a masas rellenas con chicharrón que se cuecen en los fogones lo invade todo. Hay pequeños toldos blancos, donde la gente hace un alto para comer. Más allá, una loma tapizada de un verde pastel sobre la que sobresalen, casi desamparados, tres arbolitos frágiles que dan un poco de pena. Debajo, los pobladores de Rilán, en pleno festejo. Muchos de sus habitantes ocupan las gradas techadas del predio, donde se realiza el tercer festival costumbrista de esta localidad al nordeste de la isla y a 20 minutos de Castro, la capital de Chiloé.
Frente a la tribuna hay un escenario improvisado que en breve ocuparán músicos y cantantes para interpretar cuecas, valses y ritmos propios de esta tierra. Micrófono en mano, el animador deja en claro la razón de los festejos, pero también, tal vez sin ser demasiado consciente, el manifiesto que parece fundar el espíritu del archipiélago: "No queremos que nuestro folklore se pierda. Necesitamos de los jóvenes para que lo mantengan vivo".
No perder y mantener vivo son, justamente, las frases que resumen la épica de Chiloé. Hay una lucha de sus pobladores por mantener viva la tradición. Un legado que nació del choque (y la mezcla) de la idiosincrasia de sus milenarios nativos, los huilliches, con la simbología católica de los conquistadores españoles. Una herencia que se alimentó de una omnipresente sensación de aislamiento del continente, casi como si se agigantara la creencia de estar fuera del mundo.

Mechuque

¿Qué es exactamente el folklore, la tradición, la cultura de este lugar? La respuesta podría estar en el pueblo de Mechuque. Para llegar allí, al nordeste de la región, hay que tomar un barco. Como el Williche, propiedad del hotel Tierra Chiloé. La embarcación es típica de este lugar: fue construida a mano con una técnica que consiste en hervir las maderas para manipularlas. Una manera milenaria de construcción que se está abandonando en el archipiélago. A veces, la modernidad da un par de batacazos. Pero no todo está perdido.
Tierra Chiloé, el toque boutique

Tierra Chiloé, el toque boutique - Créditos: Gza: Tierra Chiloé

Lo primero que se ve al entrar a Mechuque es un colegio primario, que más allá de su función educativa retiene a los chicos del poblado hasta que cumplen los 11 años. Después, para terminar su formación, deben emigrar hacia las otras islas del archipiélago. De modo que en el lugar domina una población de adultos mayores, que a esta hora de la siesta parece escondida en las casitas de madera de alerce, revestidas con un promedio de 8000 tejuelas (pequeños y delgados trozos de madera). El abusivo uso del árbol en la construcción, gracias a sus propiedades absorbentes en el clima lluvioso del archipiélago, provocó que la especie esté en vías de desaparecer.
Lo demás en Mechuque es una muralla natural de arrayanes, eucaliptos y araucarias que parecen aislarlo todavía más. Pero aún hay lugar para la intromisión de las aguas del Pacífico que se meten de lleno para regar alguna de las idas y venidas de la costa isleña. Allí están los palafitos, casitas de madera elevadas de la tierra por pilotes de 8 metros que las resguardan de las mareas. El agua llegará pronto, levantará las pequeñas embarcaciones ahora ladeadas sobre el terreno y ahuyentará a los escuálidos perros que duermen sobre la tierra.
Muelle de las Almas
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Quizá lo llamen el archipiélago mágico por el ir y venir de las mareas; el poder fascinante -y a veces mítico- de la naturaleza. De hecho cuenta una leyenda que una machi -hechicera local- se impuso sobre un conquistador español que, con espejitos de colores, había hecho creer a los nativos que era un gran brujo. En una competencia feroz, Chillpila, tal el nombre de la mujer, lo desafió a conocer su poder. ¿Cómo? Fácil: la machi vio que el barco del conquistador estaba fondeado en el mar y, según el mito, pases mágicos de por medio, hizo subir la marea y con ella, la embarcación española volvió a flote. La ciencia, luego, lo explicaría más racionalmente: el acto mágico debió durar un par de horas, las suficientes para que llegara la marea y no segundos como relata el mito. Pero lo cierto es que ganaron la batalla los nativos. Y el conquistador les dio lo que hasta ese momento les había negado: respeto.
Preservar la tradición en Mechuque parece haberse convertido en una obsesión. En una de las callecitas -estrechas, de tierra y silenciosas- hay tres museos, que los habitantes de la isla abrieron para exhibir la herencia de sus antepasados: escafandras, utensilios y muebles de otras épocas. Aquí, el tiempo se ha detenido y la modernidad, literalmente, ha muerto.

Dalcahue

La mujer morena y de baja estatura amasa con gravedad, como si se le fuera la vida en darle forma circular al milcao, una suerte de torta frita hecha a base de papa, que se rellena con chicharrón. A veces se detiene para tomar aire y hablar. "Acá vienen a comer muchos locales", dice a los turistas intrusos que, a media mañana, invaden la cocinería de Dalcahue, otra de las poblaciones de Chiloé.
La cocinería es una veintena de puestos gastronómicos que se agrupan en un mismo lugar, versión rústica de un patio de comidas de un shopping. Detrás, un hombre se empeña en salar una carne de cerdo. A un costado, una puestera ofrece una empanada de navajuela (almeja). Más allá, otra rellena una masa con puré de manzanas. No hay caso, no se puede escapar: el olor a caldo y frituras se impregna en todos lados.
En el archipiélago hay 140 iglesias, más de una por pueblo

En el archipiélago hay 140 iglesias, más de una por pueblo - Créditos: Gza: Tierra Chiloé

Todo aquí es orgánico; la utopía del Green Power en la más absoluta de las materializaciones. Del mar y la tierra, a la mesa, podría ser el eslogan gastronómico de Chiloé. La posibilidad de tener una economía autosustentable permitió al archipiélago vivir completamente aislado del continente. Chile, de hecho, tardó bastante en reconocerlo como territorio propio, lo que provocó que Chiloé desarrollara una cultura autónoma.
El sacho es el paradigma de la independencia. Y no es otra cosa que un ancla que rompe con todas las normas de la navegación clásica. No es de hierro o metal porque aquí esos materiales no existían. Había que tener inventiva con los recursos de la isla: la madera y las piedras. Y así, de mero aislamiento, nació el sacho.
Aún se sigue viendo esa autonomía tan propia. Es común que cada familia tenga su huerta y sus animales -ovejas, vacas y gallinas que retozan en las pendientes verdes- como para marcar que toda modernidad está de más. Wi-Fi, celulares, cadenas de comida rápida, parecen insultos dichos a viva voz en la isla. Y aunque parezca un lugar común o un deseo del citadino presuroso, se siente una cierta paz al caminar acunado por el sonido perezoso de las olas que rompen en la costa o el canto de los pájaros en medio de las zonas boscosas de la región. Hay un dicho de los chilotes que lo resume todo: El que viene a Chiloé apurado, pierde el tiempo.

Tenaún

La casa de tejuelas marrones, derruidas por el paso del tiempo, está abandonada. Los vidrios de las ventanas están, azarosamente, rotos. Si fuese de noche y la luna se ocultara entre las nubes, parecería embrujada. Pero no: hoy hay sol en el pueblo de Tenaún, al nordeste de la isla Grande de Chiloé. De modo que el color opaco de la casa contrasta con el celeste estridente que domina el frente de la iglesia de Nuestra Señora del Patrocinio Tenaún, una de las 16 edificaciones católicas declaradas Patrimonio de la Humanidad por la Unesco, en Chiloé.
Paseo tranquilo por el Pacífico

Paseo tranquilo por el Pacífico - Créditos: Gza: Tierra Chiloé

Tres torres, un frontis triangular, sobre el que hay una ventana circular acompañada de dos estrellas pintadas de celeste y una base de piedra para guerrear a la gran humedad del suelo chilote. La iglesia está construida en madera de ciprés y coihue, y data de 1866. Adentro, la forma del techo, celeste, asemeja el interior de un barco; las columnas a los costados guían hacia el altar, detrás del que baja una cruz. A los lados custodian las imágenes de los santos.
La tradición del archipiélago también se refleja en sus iglesias. En los pueblos suele haber más de una y en total hay 140. Antiguamente funcionaron como puntos de referencia para las embarcaciones, a falta de faros. De ahí sus colores chillones y sus torres altas.

Soy leyenda

"Todo acá tiene una leyenda", dice la guía del hotel Tierra Chiloé, Nina Roth Álvarez, delante de un paisaje que, pobremente, se podría describir así: un acantilado bañado por el azul del Pacífico y enmarcado en la cordillera verde de Pirulil, en la costa occidental de la isla. Aquí, donde se sienten los vientos bravos y helados, está el Muelle de las Almas. Acá, también, debería estar el balsero Temilcahue, el que no tiene más destino, en la tradición chilota, que guiar a las ánimas al más allá. Sin embargo no está. Sólo se escucha el sonido atemorizador del viento y el hiriente grito de los lobos marinos que, se supone, deben estar cerca, pero que hoy no se dejan ver.
Construídas en el siglo XIX, las casas de madera sobre palafitos en Castro, ahora son hoteles, bares y restaurantes

Construídas en el siglo XIX, las casas de madera sobre palafitos en Castro, ahora son hoteles, bares y restaurantes - Créditos: Gza: Tierra Chiloé

El paisaje de Chiloé es irregular: precipicios, claros, bosques, playas, idas y venidas de las costas. Por una buena razón, una justificación mítica. Desde tiempos inmemoriales hay una guerra entre el bien y el mal o, en la versión local, entre dos diosas, Tenten-vilú y Coicoi-vilú. Mientras la primera construye, la otra destruye, y así hasta el infinito. Esa tensión entre ambas explica la ferocidad de la naturaleza y la irregularidad del terreno, moldeado por terremotos y cataclismos. El mundo, en Chiloé, se explica de manera mágica.
Otra vez en Rilán. Otra vez en el festival costumbrista.
En el escenario, los músicos interpretan una cueca. Una mujer española, hacha en mano, fracasa con justicia en una competencia contra una chilota para saber quién es la primera en partir un leño inmenso. Un ballet -compuesto por niños y niñas de la zona que no pasan los 15 años- pone el cuerpo a la cueca. Quizá no lo sepan, pero con su baile guerrean a la omnipresente contaminación de la modernidad y así resucitan la tradición, esa que los de aquí no quieren perder y que les da sentido a sus vidas en este pedazo de tierra que se siente, un poco, fuera del mundo.

Cinco imperdibles

  • Mirador de Mechuque. Una vez en esta isla, a la que se llega por barco, hay que caminar hasta el mirador, alrededor de dos kilómetros por pendientes empinadas y llanos bordeados por arrayanes y eucaliptos. De vez en cuando se puede escuchar el canto de un pájaro típico del lugar, el chucao. Según la leyenda, si el grito agudo del ave proviene del lado izquierdo o por detrás del caminante, es señal de que tendrá un viaje funesto. Todo lo contrario si el canto se escucha del lado derecho o por delante. Aparentemente, el grito del pájaro trajo suerte: la vista del mirador le hace justicia al carácter mágico del archipiélago. Un cielo limpio deja ver un conjunto de islas de un verde intenso, por donde se cuela en curvas y contracurvas el azul del Pacífico.
  • Las ferias. Las principales están en Dalcahue y Castro, capital de la isla. En ambas se puede ver las artesanías propias del archipiélago –principalmente, cestería y tejidos hipercoloridos– y productos frescos como algas que se usan en la cocina, pescados –sobre todo, salmón–, pulpos y frutos de mar (almejas, navajuelas, entre otros).
  • Las iglesias. De las 140 que hay en todo el archipiélago, 16 fueron declaradas Patrimonio de la Humanidad por la Unesco. Como la mayoría de las construcciones de la isla, son de madera de coihue, ciprés o alerce. La iglesia de San Francisco, en Castro, es digna de ser vista. No sólo por su exterior de una amarillo chillón que se extiende a sus dos torres, cuyas cúpulas son de un violeta cegador, sino por su interior neogótico color madera, que resalta con los vitrales en forma de roseta.
  • Los palafitos. En el puente Gamboa, en Castro, está la postal de Chiloé: los famosos palafitos, edificaciones de madera sostenidas por pilotes de 8 metros que las resguardan del ir y venir de las mareas. La mayoría funciona como hoteles, bares y restaurantes.
  • La gastronomía. Las comidas de la isla son, principalmente, a base de papa, salmón y mariscos. No se puede pasar por aquí sin probar la yuyoca, una masa hecha de papa cocida, rellena de chicharrones y arrollada, que se cuece en el fuego; empanadas de navajuela (almeja) o de manzanas y milcao, suerte de torta frita rellena de chicharrones.

Datos útiles

Cómo llegar
Por avión de Buenos Aires a Puerto Montt, con conexión en Santiago, Chile, US$ 499 (LAN). Si se alquila un auto se puede acceder por ferry a la isla, por US$ 17. Otra opción es llegar directamente a Castro, la capital de Chiloé, en vuelos con menos frecuencia y con conexión en Santiago, por US$ 735.
Dónde alojarse
En Tierra Chiloé, un hotel boutique de 12 habitaciones, en una zona apartada de la isla, el paquete con todo incluido (mínimo dos noches, en habitación doble, con excursiones) cuesta US$ 1150. Se puede optar por el servicio bed & breakfast por US$ 490 (habitación doble). Más información: www.tierrachiloe.com

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