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Córdoba: en paz con la naturaleza

El Valle de Punilla, al norte de la capital de la provincia, y el de Calamuchita, al sudeste, para recorrer con tiempo, onda verde y espíritu activo




LA CUMBRE.- Paisaje serrano, ríos cristalinos, lagos serpenteantes. Al noroeste de la capital cordobesa asoma el Valle de Punilla y al sudeste, el de Calamuchita y sus alrededores, donde color, adrenalina, cultura y contemplación se complementan en una síntesis perfecta.
Así como Carlos Paz es el centro turístico más masivo, La Cumbre es de lo más distinguido de Punilla. Con sello made in England, surgió como tal junto con los inmigrantes ingleses (1900-1940) que llegaron con el ferrocarril. Y todavía mantiene ciertas tradiciones. Si bien ya no se festeja allí el cumpleaños de la reina, "Halloween sí se reedita todos los años con vidrieras alusivas, concursos de disfraces y chicos que recorren las calles repitiendo la frase: golosina o castigo", cuenta Francisco Capdevila, desde la Secretaría de Turismo local. Incluso en el golf -creado en 1924- todavía se ve después de algún torneo circular una que otra ronda de gin tonic.
Entre calles sinuosas, de arboledas tupidas y casonas de diseño británico, cuando el calor se hace sentir, el balneario municipal o El Chorrito, un canal de agua cristalina, dan tregua. Contra todo pronóstico, en cambio, el centro de La Cumbre nada conserva de la villa inglesa. Entre la múltiple oferta gastronómica para turistas de gustos diversos, no es nada sencillo encontrar una casa donde tomar el té de las 5.

Sierra Chica y Capilla

En Sierra Chica, a 1400 metros de altura, la estancia El Viejo Piquete espera con propuestas que van desde estadas para disfrutar de la vida de campo hasta excursiones para un contacto más estrecho con la naturaleza.
En un paisaje de suelo platinado por mica, José Estenssoro, anfitrión del lugar, tienta con trekking por cañadones, quebradas y mesetas; excursiones en 4x4 en busca de pueblos perdidos; mountain bike por cerros y cabalgatas de hasta cuatro días, con equipamiento para dormir a la intemperie; animales de carga con comida y materiales de primeros auxilios. Todo, en una travesía que incluirá paradas en puestos (con cama y baño), acompañados por baquianos que guiarán en el avistamiento de aves y hasta de pumas, siempre que el público se anime.
A 14 kilómetros de Capilla del Monte -entre leyendas de apariciones extrañas que remiten a supuestos OVNI- crece la fama del parque autóctono Los Terrones, a unos 1400 metros de altura. Antes de llegar al parador, donde se abandona el vehículo, hay que recorrer un camino montañoso de tierra y quebrachos colorados.
Allí se estará frente a este conglomerado de arenisca, ripio y sedimentos volcánicos que aparecen como rocas rojizas de formas caprichosas. Entonces, no hay más que tomarse unos minutos de observación para descubrir algunos contornos que la imaginación y la ayuda del guía terminan de definir: la cabeza del indio, el dedo de Dios, la estatua de Sarmiento y el plato volador son algunos de los más conocidos.
Más tarde, una caminata por las rocas garantiza senderos entre helechos, aloe vera, plantas medicinales, cascadas que terminan en pequeños arroyos y pasadizos en forma de cueva. Por último, un museo -sin demasiadas pretensiones- exhibe vestigios de la cultura de los comechingones en forma de morteros, hachas, flechas y otros elementos.
Ya entre Capilla del Monte y Alto Ongamira, otra estancia, Dos Lunas, despliega todo su encanto para hacer sentir a sus huéspedes en el lugar indicado y el momento preciso: 3000 hectáreas de naturaleza hacen que la vista se pierda en un horizonte de ocres, grises y verdes.

Cóndores en la Luna

Caminatas y cabalgatas son imperdibles. Mientras que los más aventureros llegarán a la Quebrada de la Luna para contemplar el vuelo de los cóndores, acampar entre cerros, escuchar historias locales y realizar guitarreadas, los que regresen a la estancia disfrutarán de la pileta, la sala de juegos y los buenos platos caseros. Es que las instalaciones y la atención de Dos Lunas acogen con suave calor del hogar.
En el corazón del Valle de Calamuchita está Villa General Belgrano, donde carteles de algarrobo pintados con letras góticas anuncian la llegada a un rincón hecho a medida de inmigrantes alemanes, suizos y austríacos. Nadie sale de esta aldea -a menos de 90 kilómetros de la capital provincial- sin probar, al menos, alguna cerveza artesanal y un plato bien centroeuropeo.
Por eso, cuando el programa es pasar el día en el arroyo El Sauce no hay mejor augurio que verla. Un dato: quienes elijan este recreo pueden cruzarse con el rebaño de 44 ovejas encargadas de mantener corto el césped, sin hacer ruidos que resulten molestos, contaminar o ahuyentar la fauna.
A sólo 36 kilómetros por un camino de tierra, abrazada por dos ríos de agua cristalina y custodiada por las Sierras Grandes, se abre paso La Cumbrecita, una villa alpina que estrecha aún más los lazos con la cultura centroeuropea.
Al llegar, a no ser que sea después de las 18, los visitantes tendrán que dejar el auto en la playa comunal de estacionamiento, dado que hasta esa hora es una aldea peatonal. Allí la naturaleza se impone y el tiempo toma un ritmo sereno, que acompaña el paso de los turistas.
Es posible que de no ser por la añoranza de Helmut Cabjolsky -un alemán llegado en 1932, que recreó el paisaje y las costumbres de su tierra-, el lugar siguiera siendo un paraje de poco más que piedra en vez del bosque de diseño irregular. Por eso, la calle principal lleva el nombre del inmigrante que torció el destino de esta tierra. No podía ser de otra manera.

Pasar el tiempo volando

Antes de abandonar La Cumbre, si el visitante va hacia el Oeste encontrará Cuchi Corral, un desnivel de 400 metros, que se convirtió en rampa natural de los aficionados al parapente.
Allí, Andy Hediler -un suizo campeón en esta disciplina, junto con su equipo- hace vuelos de bautismo, además de acondicionar máquinas en su aeroatelier. ¿La experiencia? Tomar una postal aérea de todo aquello que la vista alcance, siempre que se superen sensaciones tan antagónicas como miedo y placer.

A este lado de El Paraíso

Muy cerca, en Cruz Chica, donde el ruido se apaga y las residencias ganan terreno, está El Paraíso, la casona donde vivió el escritor Manuel Mujica Lainez y que en 1987, tres años después de su muerte, se habilitó al público como museo. Recorrerla es encontrarse con el mundo más íntimo del autor.
Entre los objetos hay varias Chantay (muñecas peruanas), tallas del Tíbet, imágenes religiosas y pinturas de Soldi, Basaldúa y Victorica. También su biblioteca (con unos 15.000 libros), el mobiliario original, cartas, manuscritos, la máquina de escribir y el canasto de Balzac, su gato. Y hasta su único poema de amor (como lo presentan) escrito sobre un pañuelo y escondido en un rincón del patio andaluz, y El hombrecito del azulejo, uno de los cuentos de Mujica Lainez que más despiertan la fantasía infantil.
"Este año hicimos una muestra con 1500 dibujos de escuelas, inspirados en esa obra", contó Ernestina Viglione, encargada del museo.

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