La historia empezó hace alrededor de un año, cuando, durante un almuerzo con empresarios y diplomáticos, comenté mi proyecto de hacer un viaje a Suecia, idea largamente acariciada; al terminar la conversación, el entonces embajador de Noruega me miró fijo y me dijo: "No podés ir a Suecia y no ir a Noruega". Y como no supe qué contestarle, agregó: "Vení a verme a la embajada y te voy a convencer". A los pocos días fui, y debo reconocer que la amabilidad de la gente de la embajada me hizo pensar que, efectivamente, debía conocer Noruega. El embajador Nils Haugstveit me estaba esperando con mapas, folletos, guías de lugares típicos, así que cuando llegué sabía ya bastante de ese hermoso país:
Decidí viajar de Estocolmo a Bergen, la segunda ciudad de Noruega, por tierra, en ómnibus, con lo cual pude tocar la naturaleza, fueron dos tramos, el primero en Suecia, de nueve horas, y el segundo en Noruega, de 11 horas, por caminos llenos de curvas, entre colinas y montañas, muchas veces nevadas, cambiando de conductor cada cuatro horas, una vez incluso cambiando de ómnibus en la segunda parte del viaje.
Y, como estaba previsto, navegué por el fiordo, cuatro horas entre ida y vuelta, a veces pasando cerca de paredes de piedra casi verticales, admirando las construcciones del siglo XVII y charlando con turistas de todas las nacionalidades posibles, recordemos que están a menos de dos horas de vuelo de Londres y un poco más de Berlín o del norte de Italia. Como complemento, pasé por el mercado del pescado, una gran carpa con puestos de venta de toda clase de habitantes de los mares. Los puesteros regalan pequeñas muestras en forma de cuadraditos de 1 cm de lado, naturales, ahumados, con salsas, etcétera. Muy cerca de allí, un tranvía con cremallera me llevó arriba de una colina de poco más de 300 m de altura, desde donde se aprecia casi toda la ciudad, casi un cuadro, o muchos diferentes.