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Delfos, el mejor sueño de Homero

Es la tierra que guarda el catálogo exquisito de su historia; el monte Parnaso y el oráculo donde se conocía el porvenir




DELFOS, Grecia.- La mitología cuenta que Zeus lanzó un águila desde Oriente y otra desde Occidente y que al chocar en el cielo dejaron caer una piedra para marcar el centro de la Tierra. La piedra cayó en lo que después sería el Santuario de Delfos, al pie del monte Parnaso, lugar de nacimiento del dios Apolo. Aquella piedra (onfalos) fue considerada durante mucho tiempo el ombligo del mundo.
Mientras viajo hacia el sagrado territorio conjeturo que la famosa piedra fue una suerte de Aleph antes de Borges, y recuerdo una frase suya: "Por pertenecer a la cultura occidental -dijo-, todos somos griegos". ¿Cómo no sentirme conmovido ante la inminencia de alcanzar esa milenaria patria anterior?
A poco de rodar el ómnibus por las afueras de Atenas, la guía ha señalado los restos de una pequeña metrópolis que se me antoja de poca importancia hasta que pronuncia su nombre: Tebas. Nada menos que la ciudad natal de Edipo y de su madre Yocasta. Repuesto de la sorpresa, comento a la guía que Tebas debería ser un santuario para todos los psicoanalistas, pero tengo la impresión de que la joven no me ha comprendido.
De pronto, el dedo índice de la cicerone señala la proximidad de Delfos.Ante mis ojos se dibuja la forma imponente del monte Parnaso, morada de las nueve musas. La mañana es cálida. En la ladera de la montaña, las cabras se pasean haciendo sonar sus pequeños cencerros.
Desciendo del vehículo y experimento una emoción indescriptible. Avanzo entre cipreses, olivos, laureles. Asciendo los peldaños de piedra y me encuentro ante los blancos mármoles del antiguo santuario: las columnas del templo en cuyo frontis se leía la divisa Nada con exceso ; los vestigios del recinto del tesoro guardado por las canéforas, doncellas representadas con cestillos de flores; la cercana tumba de Dionysos, y el onfalos, la piedra cónica que señalaba el centro del universo. La guía no alcanza a desilusionarme cuando informa que es apócrifa y que el verdadero está en el museo vecino.

El oráculo

Camino junto a mármoles tronchados, entre vetustas lápidas con inscripciones, y me detengo donde la tradición quería que se hallara el célebre Oráculo de Delfos, al que acudían miles de peregrinos para conocer su porvenir. Seres comunes y también hombres de gobierno venían a consultar a las pitonisas antes de tomar decisiones.
La mitología explica que aquí vivía la serpiente pitón, símbolo de la sabiduría oculta de la Tierra, hasta que Apolo la venció y ocupó su lugar. De la serpiente pitón viene el nombre de pitonisas, mujeres elegidas entre las campesinas vírgenes. Para mayor purificación, antes de la ceremonia se las hacía ayunar tres días, beber sólo agua de la fuente de Casotis y mascar hojas del laurel de Apolo.
A un costado del templo dedicado al dios del Sol y protector de las artes, había unas lajas perforadas por donde surgía el humo producido por la combustión de hierbas aromáticas. Las pitonisas inhalaban ese humo y caían en éxtasis. Al apoderarse de ellas una especie de delirio sagrado, balbuceaban palabras o frases inconexas que los sacerdotes se encargaban de interpretar. Tal el famoso oráculo.
Subo después al estadio o teatro, reconstruido, donde cada cuatro años los jóvenes atletas, poetas y músicos celebraban los juegos píticos o délficos en honor de Apolo. Recorro luego unos cien metros en dirección a la fuente de Castalia. Un delgado chorrito surge entre piedras, en medio de una exuberante vegetación. Dicen que quien bebe de ese agua rejuvenece diez años. No es mucho, pero para quien se halla en el umbral de la vejez, diez años son importantes. Bebo, pues, y me refresco el rostro con ese líquido virginal que brota desde la entraña de los siglos.
Regreso a la zona arqueológica y me dirijo después hacia el museo. En el camino veo, amontonados, restos de sarcófagos y piedras entre las que crecen las flores amarillas de jaramago. Busco la sombra verde, pues el calor aprieta. Aspiro vagos perfumes. El escenario posee una inefable sugestión. Hay un silencio religioso, una embriaguez de luz.

El museo

A la entrada del museo se ve un trípode con pies que semejan pezuñas de cabra y un gran recipiente encima. Algunos estudiosos dicen que era en él donde se quemaban las hierbas que provocaban el trance de las pitonisas.
Una de las salas está dedicada al famoso Auriga de Delfos, en bronce, de tamaño natural y con ojos de esmalte. Se trata de una estupenda pieza escultórica, con cierto hieratismo, anterior a las bellas representaciones de Fidias y sus colegas o discípulos, pero ya con la perfección de los rasgos y la caída en undosos pliegues de su túnica.
Con todo, la estatua que más me conmueve es una escultura posterior, del siglo II d.C., que representa a Antinoo, el amante del emperador Adriano muerto en las aguas del Nilo (¿cómo no evocar la hermosísima novela de Marguerite Yourcenar?). Impresiona la elegancia y sensualidad de su cuerpo y su rostro un tanto melancólico. La belleza humana, tal vez por su condición efímera, siempre tiene un aire de melancolía.
Veo también la esfinge de Naxos, una bella cabeza de Dionysos, los tesoros de la isla de Sifnios: frisos o metopas que narran escenas de combates entre dioses y gigantes y de atenienses contra las amazonas, guerreras del Asia; máscaras de cerámica que representan a Démeter y Koré, cariátides, urnas funerarias del siglo IV a.C., los cascos que los combatientes se ponían para ir a la guerra, espadas, cuchillos, ánforas de terracota, vasos de alabastro, miniaturas de marfil, cabezas en mármol de gobernantes, guerreros, filósofos y atletas coronados con hojas de mirto o de laurel.
En una placa de mármol están grabados dos himnos consagrados a Apolo. Los signos interlineados son las notas musicales. La inscripción dice que fueron ejecutados en Delfos, en ocasión de los juegos píticos del 138 y 128 a.C. Las partituras musicales, las más antiguas conocidas, fueron descifradas y ejecutadas contemporáneamente en Atenas y París.
La excursión termina en el pequeño pueblo de Delfos, a unos 300 metros de los vestigios arqueológicos. El pueblo, pintoresco, es de casas menos antiguas (tienen nada más que 200 años), tiendas y restaurantes. Aquí vivió el poeta moderno Sikelianós, que dedicó a Delfos hermosas composiciones en verso.
Mientras desgrano con lentitud un racimo de uvas, contemplo, tal vez por última vez y para siempre, esta tierra amada por los dioses. Grecia es un gran pensamiento de Dios y el mejor sueño de Homero. Henry Miller escribió en El coloso de Marusi : "Cosas maravillosas pueden ocurrirte en Grecia". A mí me han ocurrido.
Antonio Requeni

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