Escapada a Viña, como un poema de Neruda
9 de febrero de 2014
Huyendo del calor que abriga el cemento capitalino decidí refugiarme en la brisa del Pacífico.
Arribé a Viña del Mar al atardecer; la estrella naranja caía adormecida envuelta en sueños rojos entregados pudorosamente.
A dos horas de la medianoche, aún podía ver el vuelo de las gaviotas: animada caminé por el paseo costero, mientras que me cruzaba con gente haciendo jogging, andando en bicicleta, rollers, patineta, besándose apasionadamente o captando el instante en fotos del recuerdo.
Desde los balnearios suena música caribeña oliendo a pisco y a empanadas de pino (carne y mariscos); la noche y su bullicio bailan con la brisa marina.
A la mañana siguiente me dispongo a visitar Isla Negra (la casa donde vivió hasta su muerte Pablo Neruda). Hacia allí me dirijo llevando en mi bolso 20 Poemas de amor y una canción desesperada.
Al llegar camino dos calles de tierra que sólo admiten peatones; a ambos costados las flores forman un arco iris por donde trepé a mi sueños. Como fondo el mar turquesa rinde homenaje al poeta.
Cruzo el umbral de la casa en la arena, toco sus paredes, imagino los pasos del diplomático chileno y el aroma de entonces; veo el océano en diferentes colores a través de los vitraux, me enamoro de los mascarones.
Esta casa cuida los retazos del mar y de la infancia del premio Nobel.
Sentada frente al último reposo de Pablo y su esposa, Matilde, mi mirada se pierde en el lila que separa el cielo del mar. Siento haber abierto la botella que el marinero entregó al agua con palabras encerradas...
La bohemia de Isla Negra es atrapante y mágica, intangible y evocadora de un hombre que fue capitán de su vida, timón de su pulso y catalejo de su poesía.
Extasiada regreso a Viña del Mar. Siendo mi última noche allí voy a despedirme al lugar emblemático; el reloj de las flores, la vaguada costera vela sus horas y el tic tac a dos manos me obsequia el perfume del tiempo.