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India, un mundo aparte

Cultura milenaria, templos, dioses, calles bulliciosas, elefantes sagrados, comida picante, pujanza económica, miseria extrema... Todo en un mismo país que sorprende y enamora a cada paso. Un recorrido de Calcuta a Nueva Delhi, Bombay y Bangalore. Visita al Sai Baba en Puttaparthi y al Taj Mahal, en Agra




BOMBAY.- No hay silencio en estas tierras. La India no conoce el silencio, ni en el interior de sus parques tropicales ni en lo más profundo de sus templos. Aquí todo es bullicio. A toda hora, en todo momento. Ruido de autos, de camiones, de motocicletas. Gritos de gente, en mil idiomas. Bocinas y más bocinas. Pájaros que cantan, tal vez hasta morir. La India estalla de vida en cada rincón.
La economía explota. Las rutas rebosan de camiones que van y vienen llevando mercaderías de un extremo a otro. Bombay es el paraíso de las inversiones inmobiliarias y de la construcción. Calcuta se olvida un rato de la dolorosa miseria de sus calles y se transforma en una ciudad hipermoderna que crece y crece en los suburbios. Bangalore suma autopistas y su primer subterráneo, que estará inaugurado a más tardar dentro de un mes. Todo es frenético en esta extraña, enigmática y amable tierra en la que, a su vez, las calles son el hogar de millones de desarrapados que viven en la más extrema pobreza.
Delhi conquista con su estilo inglés y su ritmo avasallante. Agra subyuga con su Taj Mahal y su Fuerte Rojo. Bangalore atrae con su ciudad tecnológica, sus jardines y su producción agrícola. Puttaparthi sólo sabe de Sai Baba y de los dólares que allí gastan sus seguidores occidentales. Bombay es la pujanza económica, los rascacielos y la modernidad. Y también está Calcuta, pero Calcuta es otra cosa, porque Calcuta enamora. La megalópolis que supo ser la gigantesca capital de la colonia británica parece haberlo perdido todo, menos el orgullo de su gente. Y con eso alcanza.
La India atrapa desde el primer minuto. Por la amabilidad de su gente; la belleza de sus paisajes; su cultura milenaria; sus dioses; la mezcla de razas, idiomas y costumbres, y también por su pobreza.

La capital, de a pie

Delhi es una ciudad dentro de otra. La Nueva Delhi es muy british, con amplísimas avenidas rodeadas de hermosos y cuidados parques. Todo prolijo y hasta ordenado. La vieja Delhi, en cambio, es tremenda y decididamente inexplicable. Autos, motos, gente, gritos, bocinas. Hindúes, musulmanes, budistas, shiks, todos juntos, pero no mezclados.
A la capital política del país hay que vivirla en sus calles. Caminarla junto a su gente, ser parte de esa babel de ropajes diferentes, de colores y más colores.
Dieciocho lenguas oficiales hay en la India, y todas están representadas en el anverso de su papel moneda, y a ellas hay que agregar los dialectos regionales. Y el inglés, por supuesto.
En Delhi todo recorrido comienza a la mañana bien temprano por la Puerta de la India, en el centro neurálgico de la ciudad. El majestuoso arco es el recuerdo que los ingleses levantaron para conmemorar a los soldados hindúes muertos en la Primera Guerra Mundial. Preside la rotonda situada sobre la Avenida de los Reyes, que lleva hacia el palacio presidencial y desde donde se desprenden las calles que comunican el fastuoso Parlamento con los edificios ministeriales. Todo rodeado de amplísimos jardines públicos.
Hay que dejarse llevar por sus grandes avenidas, resguardadas por la sombra de añosos árboles, para llegar a la segunda parada: la casa en la que fue asesinado el Mahatma Gandhi. Allí se conserva el camastro en el que ayunaba el apóstol de la paz y se puede seguir el rastro de sus pasos hacia la eternidad, bajo un templete en el que una llama votiva lo recuerda.
En Delhi, como en todas las ciudades de la India, los templos se cuentan de a cientos. Descubrir los misterios y las creencias que encierran es todo un desafío. Allí vive gran parte de la asombrosa arquitectura, la cultura y la filosofía de este país maravilloso. Allí se puede aprender que de un templo shik nadie se va sin un bocado de comida. Porque todos, en algún momento de la vida, sentimos hambre. Y por lo tanto, a la salida siempre hay una marmita en la que se cuece una suerte de mazapán que el peregrino debe recibir en el cuenco de sus manos, para luego poder comerlo. O que al ingresar en los templos hindúes hay que hacer sonar una campana, para anunciarles a los dioses: Aquí llegué; vengo con humildad a pedir que me presten atención; o que la cruz esvástica es el símbolo más antiguo de la paz y que la usada por los nazis, en realidad, es una copia invertida del símbolo sagrado de los hindúes.
Conocerá el visitante que los templos tienen cuatro puertas y que, generalmente, se ingresa por la que mira al Este y que después debe recorrérselos en el sentido de las agujas del reloj. O que en Calcuta aún hoy y por las mañanas se sacrifican corderos negros para espantar a los demonios en el templo de Shiva que, según dicen, es el más antiguo de la ciudad.
La mezquita de la ciudad vieja de Delhi -con lugar para que 20 mil personas oren al mismo tiempo- es subyugante. El templo jainista de Calcuta, con sus jardines desbordantes, sus colores y su atmósfera decididamente kitsch, es sorprendente.
En todos, absolutamente en todos, predomina el mármol, y en el caso de aquellos que las tienen, las representaciones de las divinidades están rodeadas de incienso, perfumes deliciosos y flores; por supuesto, flores de todos los colores.
La gente canta, la gente ora, o sólo medita. Pero todos, absolutamente todos, muestran un reverencial respeto por la religión y sus dioses.
A los pies de la mezquita de Delhi se abre uno de los más fantásticos bazares de la ciudad. Enmarañadas callejuelas encierran todo lo que uno pueda imaginar. Allí se apiñan miles de personas que saltan de puesto en puesto, de comercio en comercio. No hay robos en las calles y la policía, siempre presente, no lleva armas de fuego. Sólo porta una vara de mimbre o bambú.
El mercado de las especias es el más grande del norte de la India. El aroma se huele a tres cuadras. Es toda una aventura adentrarse en sus húmedos y antiquísimos pasadizos sorteando mercancías de todo tipo entre carromatos desvencijados, porteadores, comerciantes y clientes.
Por cierto, las calles no son limpias y huelen de forma inimaginable, pero vale la pena caminarlas.
Sobre la ciudad flota un smog que forma una bruma permanente. Delhi huele a humo, como aquel que llegó a Buenos Aires cuando ardieron las islas del Delta en Entre Ríos.
A ciento sesenta kilómetros de la capital se levanta Agra, que cobija al Taj Mahal y al Fuerte Rojo. En la ruta hay miles -y esto es literal- de camiones, que no respetan regla de tránsito alguna; caravanas de camellos; motos; motonetas; peatones; vacas; burros; carros tirados por bueyes; piaras; monos; vendedores ambulantes -también de a miles-; encantadores de serpientes, y más gente. Gente que, simplemente, se deja caer en cuclillas a ver pasar la vida, o lo que de ella les queda.
La belleza del Taj Mahal paraliza el corazón. Es la simetría llevada a su máxima expresión. La pureza del mármol blanco para reflejar otra pureza, la del amor. Y luego el Fuerte Rojo, entrelazados ambos también por la historia, la cultura, la tradición y la tragedia.

La ciudad que enamora

Volar de Nueva Delhi a Calcuta es una experiencia fascinante. Por las ventanillas del lado izquierdo del avión se recortan -casi al alcance de la mano- las cumbres del Himalaya. Es imponente ver a 9000 metros cómo los picos rompen las nubes. Tal vez entre todas esas moles se esconda el Everest. ¿Cómo saberlo? Hielos y nieves eternos en el techo del mundo en un paisaje en el que, al viajero, todas las cumbres pueden parecerle la montaña más alta de la Tierra.
Y tras dos horas de viaje, allí está Calcuta. Con su calor, su vegetación exuberante, su pasado de gloria y su presente.
El Victoria Memorial preside la ciudad, fenomenal construcción que, no vale la pena aclararlo, recuerda a la reina británica. Una majestuosa estatua de bronce de la soberana la muestra, cual Carlos V, con un globo terráqueo en la mano izquierda. "En mis dominios nunca se pone el sol."
Y Calcuta también es el Ganges, el río sagrado, atravesado por el puente Rabindranath, el ícono de la ciudad, y por el que transitan diariamente cuatro millones y medio de personas.
La gente se baña en las aguas turbias y mal olientes del Ganges; la gente arroja ofrendas a los dioses.
En Calcuta se cuecen al sol gigantescas reproducciones de Shiva y de Ghanesa, hechas por habilidosos alfareros que trabajan con el barro sagrado que recogen de las orillas del Ganges.
Calcuta es el increíble Palacio de Mármol, una residencia privada en la que se pueden ver óleos de Rubens y Murillo, entre otros miles -sí, miles- de obras de arte, o los mercados callejeros que florecen aquí y allá, con sus perfumes, sus vahos y colores indescriptibles. Ropa, por aquí; libros, por allá, frutas y verduras unos metros más adelante. Pescados, cangrejos, camarones, langostinos y también peces vivos, que el feriante podrá elegir a su gusto de recipientes de metal colocados sobre la vereda.
Por el centro de las calles corren los rickshaws, tirados a pulso por fibrosos bengalíes. La gente parece vivir en las calles. Come en las calles, se baña en las calles y duerme en las calles.
Pero Calcuta es también el hogar eterno de la Madre Teresa, de su obra inconmensurable. Su tumba sencilla está a pasos de lo que fue su morada. Quiebra y emociona pararse ante la puerta de esa habitación desprovista de todo. No hay una silla con respaldo en la habitación de la Madre Teresa. Sólo dos bancos de madera, un escritorio, cuatro tablas a modo de estantes, un camastro, una bombita que pende del techo, y en las gastadas paredes, un crucifijo y una imagen de la Virgen María. Y nada más. Imposible no dejar allí una oración y alguna lágrima.

Del high-tech al Sai Baba

Bangalore, en el Sur, es otra India. Más ordenada, más limpia y pujante. A cuarenta kilómetros de la ciudad se levanta el polo tecnológico que cobija a todas las grandes empresas. Dell, IBM, Microsoft, entre otras, les dan vida a modernísimos palacios de cristal en los que nace gran parte de la tecnología cibernética que hoy gobierna el mundo.
Bangalore, una ciudad de ocho millones de habitantes, llamada el Jardín de la India, mientras tanto, se adapta a los cambios. Su aeropuerto es uno de los más modernos del país; las autopistas estiran sus brazos hacia el infinito. Un subterráneo hipermoderno, que une la ciudad como un anillo, se inaugurará pronto. La ciudad, además, es la puerta de entrada a Puttaparthi, el territorio de Sai Baba, la meca a la que peregrinan miles de occidentales que siguen las enseñanzas del ya viejo gurú.

Sueños de Bollywood

Bombay es la gran meca. Allí, en lo que alguna vez fueron siete islas separadas por manglares que los ingleses secaron y convirtieron en una lengua de tierra firme que se adentra en el mar, se anidan los sueños de miles y miles que ansían triunfar en el cine que produce Bollywood. Bombay es la modernidad de sus edificios que miran hacia el Mar Arábigo y la ciudad que acoge la casa más cara del mundo, propiedad del millonario Ambanir. Es también la belleza de la Estación Victoria del ferrocarril (Patrimonio Cultural de la Humanidad), y de los edificios del casco histórico, muchos del siglo XIX, que combinan el colonial inglés con lo neogótico y lo musulmán. El conjunto resulta de una belleza llamativa.
También tiene Bombay su Puerta de la India, sobre el mismo malecón del puerto, y a su derecha, el fabuloso edificio del Hotel Taj, levantado por la familia Tata y que en 2008 fue el blanco de un atentado terrorista.
Desde ese mismo puerto hay que embarcarse en viejas y pintorescas naves para llegar a la Isla de la Elefanta, donde los templos dentro de cuevas talladas en la piedra en el siglo VI quitan el habla.
Siempre queda tiempo para caminar por los jardines colgantes, o dejarse fascinar por el barrio de los lavanderos, por el mercado del algodón (el más grande de la India), pero también por los shoppings hipermodernos.
Bombay tiene playas, en las que no hay bañistas. Sólo gente vestida que camina junto al mar o que, al caer el sol, busca en ellas un poco de aire fresco. Es tal vez la única ciudad de la India en la que uno puede ver un Rolls Royce rodando por la muy occidental Marine Drive y apenas unos kilómetros más allá, tras cruzar por el modernísimo puente Rahjiv Gandhi, toparse con un elefante montado por dos personas que transportan mercancías.
La India, finalmente, es decididamente increíble y dolorosa, pero a la vez fascinante como pocas.

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por Redacción OHLALÁ!


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