Hacia allá fuimos, tras misteriosos paisajes que en tierra salteña esconden las sierras de Santa Victoria, a los que, curiosamente, se llega partiendo desde la provincia de Jujuy. Luego de pasar Humahuaca, unos 26 km hacia el Norte sobre la ruta 9, se abre sobre la derecha el camino a Iruya, con sus pueblos aledaños, Colanzulí, San Isidro, Chiyayoc, Rodeo Colorado y Volcán Higueras, territorios que en su conjunto forman parte de lo que fuera el Marquesado de Yavi durante la colonia. Desde el mismo inicio de una travesía de cerca de 60 km se presiente la emocionante sensación de trepar despaciosamente hasta los 4000 metros sobre el nivel del mar.
A poco de iniciado el recorrido se cruza el pueblo de Iturbe, antigua estación del Ferrocarril Belgrano, detenido en el tiempo, acaso aguardando la llegada de ese tren que, alguna vez, supo alegrar la vida a su gente. De allí en más, todavía en la dulce tierra jujeña, subir hacia el cielo azul de un paisaje que poco a poco va despojándose del verdor para dar paso a los colores que anticipan el inicio de la Puna.
Alcanzar aquellas alturas coloca al viajero en uno de los puntos fundamentales del recorrido, el Abra del Cóndor. Es detenerse, asomarse a la inmensidad, pararse ante esa apacheta que manos indias allí construyeron, donde se dejan las ofrendas y se pide se aparten las desgracias del camino, y salud para seguir viaje.
A partir de allí se inicia el descenso. El valle se abre y parece nunca acabar, rodeados de formidables formaciones montañosas. El alma de Iruya comienza a asomar, como guardada al abrigo de la madre tierra, de la que alguna vez bien dijera el poeta Jaime Dávalos, El Nombrador, vamos para Iruya, que el río ha´i querer atajarnos luego, si llega a crecer.
Llegar, trepar sus empinadas calles de piedra, transitar un pueblo singular del altiplano enclavado entre altos cerros contra la quebrada de río Iruya. Su iglesia de San Roque y Nuestra Señora del Rosario, fundada en 1753, testimonia la fe de su pueblo. Hallar sus habitantes, cual cordiales anfitriones del forastero, invita a recorrerla, a descubrirla. Los mismos, que en extensas terrazas y en forma manual, cultivan la papa andina, porotos, habas, maíz, alfalfa, cebada, cebadilla, como forraje para sus animales durante el invierno.
Y si hasta allí Iruya nos había mostrado, generosa, la majestuosidad de su paisaje, la amabilidad de su gente y la frescura de su río bajando presuroso hacia Orán, la noche nos aguardaba con el incomparable esplendor de su luna llena de junio. Así asomó para iluminar la ruta sonora de nuestras almas viajeras, hacedora de un sueño trasnochado que va por esos seis rumbos que hay en la guitarra, para decirnos que un día nos vimos, nos entendimos y nos quisimos con toda el alma.
En la mañana partimos, llevando en nuestros ojos el asombro y la emoción del paisaje. Comenzamos a dejarla al abrigo de esas nubes que sólo permitían asomar los picos de los cerros cercanos, cual cobijo del ensueño que Iruya, en una noche de luna llena, quiso a sus visitantes regalar.