"Lo felicito, ya no se ven hombres jóvenes que hagan esas cosas".
El piropo me agarró desprevenido y poco elegante: un jean gastado y manchado, una remera fea y mis zapatillas más viejas; pero aún así fue bien recibido, aunque quien me lo dijo haya sido un hombre que rondaba los 70 años. Las vacaciones me devolvieron descansado, pero mi casa necesitaba algo de atención; y ahí estaba yo en la vereda, bordeadora en mano, cortando los yuyos que se habían hecho un lugar para crecer entre recovecos de cemento y en las orillas de los troncos de los árboles.
-Gracias. O es tiempo o es plata- respondí resignado, pero convencido de que si no se le paga a alguien para que las haga, es uno quien tiene que hacer esas cosas.
-No hay nada como cuidar la casa- me dijo, y siguió su camino.
Bendición o maldición. Aún no decido si tener cierta habilidad para hacer cosas propias del mantenimiento de cualquier hogar es algo bueno o malo. Cuando se toca de oído en cuestiones como plomería, pintura, electricidad, jardinería y arreglos varios es difícil hacerse de un tiempo libre para descansar, porque siempre hay algo por hacer. En mi casa (que es casa y no departamento ni PH), por ejemplo, es mi mujer quien sugiere "habría que hacer...", como si las cosas se hicieran solas. Y si bien no todas esas sugerencias son tomadas con la misma prioridad, la lista se hace cíclica e interminable. Siempre hay un pendiente.
En algunos barrios de la Ciudad y en buena parte del Gran Buenos Aires hay días y horarios pico para este tipo de actividades. Los sábados y domingos por la tarde el paisaje se llena de amateurs que lavan sus autos en la vereda, que pintan la rejita del frente o pegan con poxipol o alguna mezcla rápida pequeños pedacitos de cosas que se van rompiendo. Las ferreterías -lugares de una belleza y sabiduría poco publicitadas- se llenan de inexpertos (los profesionales van durante la semana) que van con piezas de nombres desconocidos que pretenden reemplazar o reparar, mientras el sonido de algún taladro, hidrolavadora o amoladora se cuela desde el otro lado de la medianera.
Hacer las cosas de la casa dejó de estar de moda. Así como los silbadores de tanguitos en la vereda van desapareciendo cuando la vejez se hace muerte, los "tipos que arreglan cosas" dejaron de emerger, y ya empiezan a escasear. Recuerdo bien cuando un tío me contó que, después de haber fabricado un mueble con sus propias manos y herramientas, le pidió ayuda a su hijo adolescente para llevarlo hasta su casa, y en lugar de recibir algún comentario sobre el objeto, obtuvo como respuesta un antipático "¿Pero vos estás loco? ¿Cómo se te ocurrió hacer un mueble?"
"Hombres jóvenes que hagan cosas". Esa parte de la frase resuena en mi cabeza, y recién la entiendo cuando veo cómo me mira mi hijo, que apenas tiene un año y cuatro meses. Supongo que para él debo ser una especie de héroe que todo lo arregla, como lo era mi papá cuando yo era chico. Somos lo que hacemos, hacemos lo que aprendimos, y aprendimos lo que miramos y nos enseñaron. Pertenezco a una generación que aprendió de mirar e imitar lo que hacían nuestros viejos, pero también a una que cada vez tiene menos tiempo libre, porque el ocio no tiene toda la buena prensa que merece, porque sostener un estudio en tiempos líquidos es difícil y porque muchos esta(mos) obligados a tener más de un trabajo.
A veces, cuando siento que pierdo el tiempo en cortar el césped o en intentar arreglar eso que un especialista solucionaría en pocos minutos, creo que el balance cerraría mejor si llamara a alguien y yo me dedicara a escribir, a hacer ese trabajo por el que me preparé, me pagan y que tanto me gusta. Pero si eso fuera así, dos cosas dejarían de suceder: se cortaría la cadena del aprendizaje y mi hijo estaría condenado a llamar a un electricista hasta para cambiar un enchufe, y dejaría de recibir comentarios en la calle. Aunque sean de hombres viejos. Y aunque me agarren desprevenido y poco elegante.
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