"¿Por qué no iba a vestirme así si esta soy yo?", me dice Juana, y no puedo dejar de darle la razón. Portadora de un poncho, plataformas, un jean chupín y un sombrero, no parece ser la imagen de la comodidad ni de la practicidad para disfrutar de un recital, pero ella se siente bien así y lo disfruta. "Y acá más que nunca", ataca, casi como una defensa ante quien -desde su visión, y sobre todo al principio de la charla- parecía querer juzgarla por su apariencia. Pero no.
Hace tiempo que los recitales -y en especial los megafestivales como el Lollapalooza, el Personal Fest, el Movistar Free Music y sus parientes cercanos- dejaron de ser encuentros dedicados exclusivamente a la música para transformarse en eventos culturales y sociales, con todo lo bueno y lo malo que ello implica. Ya no es "ir a ver bandas": es ir a vivir una experiencia, casi como si fuera un spot publicitario. También es ir a mostrarse, a pertenecer. Eran pocos los que el viernes y sábado pasados resistían a la tentación de sacarse una foto con el gran logo inflable del Lollapalooza, ubicado de manera estratégica en la entrada principal del Hipódromo de San Isidro. Si ya estaban ahí, ahora tenían que mostrarlo.
Así como una remera dice "yo escucho esto, acá pertenezco", la manera de lookearse para ir a un recital sirve como muestreo para un imaginario estudio social: las bermudas anchas y las gorras coparon el predio a la hora del show de Eminem, el uniforme negro parecía obligatorio para ver a Ghost y Carajo, y los trajes vintage con mocasines o zapatillas All Star hacían adivinar que sus portadores gustaban de Albert Hammond Jr., Babasónicos o Brandon Flowers. Las crestas punk rankearon alto durante el show de Bad Religion. Cierto corte inglés básico, urbano y moderno se agrupó frente a Noel Gallagher y Mumford & Sons. "Yo vine por Marina & The Diamonds, Die Antwoord y Florence + The Machine", me explicó Juana. Entre el resto hubo alta rotación de camperas Uniqlo, aliadas ideales para tardes templadas y noches frescas.
Y si tanta gente quiere pertenecer, ¿por qué no lo querrían hacer las marcas? Van, exhiben sus logos brillantes, se vuelven cancheras, fidelizan algunos clientes y -de alguna manera- influencian y marcan tendencia sobre "qué hay que hacer para estar presentes y ser importantes". Hay de todo: bancos, automotrices, compañías de telefonía celular, cigarrillos, ropa deportiva, bebidas y hasta marcas de higiene femenina. No hubo, a pesar de la lluvia, una marca de botas para lluvia, pero eso es una sugerencia que este humilde espacio propone para el próximo año. Todo vale con tal de hacer promoción en un ambiente relajado, en el que el público se supone más dispuesto a jugar el juego de intercambiar sus datos a cambio de, por ejemplo, una lata de cerveza o un paquete de puchos.
Porque de eso se trata. En la era de los festivales globales, de las experiencias imperdibles y del fanatismo absoluto por todo, lo que importa es estar, aunque al final sólo seamos un número entre esas 150 mil personas, entre esas bebidas vendidas y entre esas fotos subidas a las redes sociales que dicen "yo estuve ahí". Quizás algunos no terminemos nunca de entender cómo es que tantos pibes prefieren mirar los shows a través de la pantalla de su celular, pero es posible que ellos tengan la capacidad extra de disfrutar las cosas de una manera diferente a la de generaciones anteriores; pero eso ya es otra discusión.
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