La curiosa isla-refugio de León Trotski
Muy cerca del centro de Estambul, la pintoresca Büyükada fue el hogar del revolucionario ruso
18 de mayo de 2014
BÜYÜKADA, Turquía.- Comenzaba la primavera de 1929 cuando León Trotski divisó por primera vez el contorno de las dos enormes colinas que se yerguen por detrás de los barcos de paseo, los botes de los pescadores y las imponentes mansiones de veraneo que ya por entonces servían de descanso a acaudalados comerciantes y dirigentes de Estambul.
Ochenta y cinco años después, pocos rastros quedan del paso, por aquí, de uno de los referentes centrales de la revolución rusa, que por entonces encontraba en esta isla turca un refugio seguro y casi ideal a la feroz persecución a la que lo sometía su ex camarada, el implacable Josef Stalin.
Historiadores, curiosos o simples turistas que hayan oído hablar de esta historia verídica con ribetes de novela trágica intentan llegar a esta isla para reconstruir los pasos de uno de los padres de la Unión Soviética. Para ello es necesario llegar al bullicioso puerto de Kabatas, a diez minutos de tranvía del centro histórico de Estambul, famoso por atractivos ineludibles como la Mezquita Azul, el Museo Hagia Sofia o la Torre Galata, construida en el siglo VI por los conquistadores bizantinos.
De otro siglo
El mar de Mármara, que une la mitad europea de Turquía con su contraparte asiática, servirá de relajado puente hacia la isla donde, mucho antes que el escritor y revolucionario ruso, recalaron príncipes, monjes y personajes de la nobleza, y la alta sociedad de los antiguos imperios bizantino y otomano.
El paseo en barco público, de poco más de una hora y valor módico (5 liras, 2,5 dólares) suele mezclar a turistas con pobladores religiosos o laicos, vendedores ambulantes de roscas de pan, té y café, delantales o pelapapas. El barco se detiene en Kadiköy (puerto asiático), antes de enfilar hacia Kinaliyada, Burgazada y Heibeliyada, pequeñas islas anteriores a Büyükada, también denominada isla Grande o Prínkipo (isla de los Príncipes).
Al llegar a destino, el paisaje se retrotrae unos cuantos siglos. Los carruajes tirados por caballos y los burros reemplazan a los autos particulares (su circulación, hasta no hace mucho tiempo prohibida, está hoy limitada a servicios esenciales), y las calles paralelas al mar se llenan de bicicletas, utilizadas como medio de transporte para llegar a los destinos más alejados del puerto.
El golpeteo de los caballos al cabalgar por el asfalto de estas calles llenas de verde acompaña al visitante a cada paso, al igual que los llamados al rezo que parten, cinco veces por día, de los parlantes ubicados en las torres de las mezquitas.
Es que, en coincidencia con el resto del territorio turco, las inconfundibles cúpulas redondeadas de las mezquitas son abrumadora mayoría, pero también hay aquí espacio para iglesias, templos de distinto origen y hasta una pintoresca sinagoga denominada Hesed Leavraham.
Los sitios históricos ocupan aquí un lugar central. El monasterio e iglesia de Saint George (o Ayia Yorgi) fue antiguo refugio de las emperatrices bizantinas Irene, Eufrósíne y Zoe a principios del siglo XI, y hoy se ha transformado en museo, junto a un antiguo parque de diversiones. Ambos se ubican en la colina sur de la isla, Yule Tepe, separada de la colina Norte, Isa Tepe, por un valle.
El acceso al monasterio, una serie de capillas construidas en tres niveles, es complicado para quienes quieran hacerlo a pie: una hora y media de caminata en subida son suficiente argumento para que los visitantes no entrenados prefieran pagar unas 20 liras para acceder allí en carruaje desde el puerto. No obstante, vale la pena el esfuerzo: las capillas están muy bien conservadas y la vista de la isla y Estambul de fondo que puede alcanzarse en esa colina es impresionante.
Palabra de Padura
Sin ir tan lejos, apenas saliendo del muelle y rodeados por enormes pinos aparecen las enormes mansiones de madera que en el siglo XIX construyeron banqueros y exitosos empresarios turcos, griegos, judíos sefaradíes y armenios como casas de verano.
En una, a doscientos metros de los barcos estacionados en el que hoy es un muelle colorido con restaurantes y bares, vivió Trotski una parte de su exilio turco.
Según cuenta el escritor cubano Leonardo Padura en su libro El hombre que amaba a los perros, una biografía novelada de Trotski, la casa elegida para su estada tenía dos niveles y árboles que facilitaban la vigilancia de dos policías enviados por el gobierno de Mustafá Kemal Atatürk para proteger al exiliado. Hoy, llegar a esa casa es prácticamente imposible: está vallada y desde afuera sólo se ven paredes en ruinas y una vegetación tan frondosa como descuidada.
En casi cuatro años de estada en Prínkipo, Trotski escribió su autobiografía y la historia de la revolución rusa, antes de continuar su exilio en países de Europa y México, donde sería asesinado por un sicario del estalinismo, en 1940.
Según escribió Padura, el benigno clima de la isla mejoró la deteriorada salud del ya veterano y perseguido revolucionario, que "apenas cubierto con un viejo saco se había acostumbrado a disfrutar la llegada de la mañana en su estudio de trabajo, mientras bebía café y contemplaba cómo la luz del amanecer se filtraba" a través de los ventanales que daban al mar. Pero se trataba de un exilio forzado: su actividad estaba limitada a escribir y leer correspondencia, por lo que poco pudo Trotski gozar del paradisíaco paisaje que ofrece, aún hoy, una isla llena de encantos e historia.