
Dicen que todos los caminos llevan a Roma, y gracias a Dios he recorrido sus calles, su magia, su historia. Pero recuerdo en estos días en los que se habla tanto del Vaticano y la renuncia de Benedicto XVI, la vez que fuimos a Italia, luego de la muerte de Juan Pablo II.
En el subsuelo de la Basílica de San Pedro, bajando por una escondida escalerita, se encuentran las tumbas de varios papas y por supuesto la de San Pedro, elegido por Jesús como el primer papa.
Tras una reja se encuentra su tumba en la que hay que rezar el Credo, que es la manifestación de todo lo que creemos los católicos. El camino es como un pasillo, ancho, circular, donde se encuentran las criptas de muchos papas. Nuestra intención era llegar adonde estaban los restos de Juan Pablo II. Nos impresionó la sencillez y el clima que nos invadió.
Sólo un mármol blanco en el piso, una vela encendida y una flor. Una música muy suave nos acompañaba, sólo cortada por momentos por la recomendación de hacer silencio. Caímos de rodillas con mi esposo, y las lágrimas empezaron a brotar de nuestros ojos, porque habíamos amado mucho a este pastor. En ese momento, un guardia se acercó y me tocó el hombro. Fastidiada lo miré, pensando que nos pedía que siguiéramos caminando, pero para nuestro asombro descorrió una soga que dividía el camino y nos invitó a pasar y orar. Allí nos quedamos con pocas personas que rezaban. Luego al retirarnos nos dio una imagen del Santo Padre a cada uno que nos acompaña desde ese día en nuestra mesa de luz.
No hay fotos ni filmación de ese momento, pero está en nuestro corazón como un recuerdo inolvidable.
Graciela Gómez
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