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Largas (y movidas) noches en Reikiavik

Diseño, gastronomía y otros rastros culturales de una ciudad que no se deja desanimar por el clima ártico




REIKIAVIK (The New York Times).–
El cielo de esta ciudad era tan oscuro como el hielo negro, con la excepción de un puñado de estrellas brillantes. Mientras un viento cortante azotaba el mar glacial y resoplaba en las angostas calles llenas de coloridas tiendas, los entumecidos peatones se ajustaban las bufandas y corrían a refugiarse en bares y restaurantes en busca de calor.
Eran apenas las cuatro y media de una tarde de fines de noviembre, pero la noche nórdica ya se había instalado. Y en esta época del año se extendía unas veinte horas aproximadamente. Me zumba el celular y lo tomo entre los dedos helados.
"¿Qué diablos se te dio por ir de vacaciones a Islandia?", decía el mensaje de texto de un amigo.
Para muchos que buscan escaparse del gélido invierno, dirigirse a una ciudad ártica donde las noches abarcan casi las 24 horas del día y la temperatura ronda el punto de congelación, puede no parecer una opción obvia. Pero esto es Reikiavik, donde los islandeses le dan la espalda a la hibernación y disfrutan de una extensa vida nocturna. En efecto, a cada paso que daba en esta ciudad cosmopolita de un poco más de 120.000 almas, una letanía de experiencias sorprendentes se revelaría, ocultas detrás de puertas cerradas de interiores cálidos o al descubierto bajo la majestuosidad del paisaje volcánico.
Habíamos venido con un amigo para probar las maravillas naturales de Islandia: los ensordecedores géiser, las poderosas cascadas y las aguas terapéuticas de la Laguna Azul, un enorme lago termal una hora al sur de Reikiavik, con un tinte turquesa tan intenso que parece retocado con photoshop. Queríamos ver las cintas verdes e incandescentes de la aurora boreal, que según anunciaron iba a tener una luminosidad especial este año debido a que las manchas solares emitían una amplia aura espectral sobre el Polo Norte.
Pero no eran solo los esplendores naturales de Islandia lo que nos atraía: también queríamos probar la ruidosa escena nocturna por la que Reikiavik se hizo famosa después de que Björk la puso en el mapa.
Sin embargo, dimos con una porción distinta de la Islandia urbana nocturna: un entorno diverso de modernos cafés, restaurantes de vanguardia y elegantes bares típicos, todos al servicio de una sociedad que cultiva la charla íntima y pulula hasta tarde en la noche infinita.

Ronda de café

Guardé el celular en el bolsillo –la respuesta a mi amigo tendría que esperar– y me zambullí en el Café Laundromat de la calle Austurstraeti, uno de los varios cafés no convencionales donde los lugareños comienzan la velada frente a una hilera de cervezas. Aquí los turistas se guarecen después de las breves horas de luz que les permiten explorar el asombroso panorama de lava negra y montañas cristalinas en las afueras de Reikiavik.
La barra de madera lustrosa tenía estantes repletos de novelas usadas y un puñado de bancos altos, con respaldo, tapizados en cuero rojo. Varios hombres trajeados, que parecían banqueros, ya habían dejado la zona comercial y revoloteaban alrededor del vino y el salmón ahumado, mientras un grupo de veinteañeros, con botas y suéteres costosos, bebía jugo y comía torta. En el piso de abajo, había un lavadero de verdad, donde la gente conversaba, con un capuchino de por medio, junto a una mesa rústica de madera, cerca de una sala de juegos para niños pequeños, mientras se centrifugaba la ropa.
Pronto supimos que los islandeses eran competentes y directos, sobre todo en la conversación. Pregúnteles si las luces del cielo nórdico han sido más intensas este año y obtendrá como respuesta un sí a secas, seguido de un silencio. Los mozos responden a las preguntas sobre el menú con precisión monosilábica.
Pero con algunas bromas la gente se vuelve más cálida y dispuesta a hablar sobre su país, en especial de la persistente crisis económica, tema presente en casi todo debate. Desde 2009, tras un colapso financiero seguido de la devaluación de su moneda, Islandia es barata para el turismo. "La débil corona todavía dificulta el poder adquisitivo de los islandeses –se quejó un mozo del Laundromat– sumado a que los titulares insinúan que el país entró en una milagrosa recuperación, que no parece del todo cierta."
Hagan que un islandés comience a hablar de lo agreste de su tierra y surgen innumerables relatos de que la oscuridad constante del invierno y el sol de medianoche del verano forjan el carácter nacional. Y por ahí, alguien susurrará que las montañas coronadas de nieve están protegidas por troles y elfos, criaturas místicas en las que, resultó ser, muchos islandeses aún creen. Durante una excursión, un guía locuaz nos habló de un canal navegable en las afueras de la ciudad que se desviaba alrededor de un par de grandes rocas donde supuestamente vivía un trol que no quería que su hábitat se viera perturbado.
Ya con las manos descongeladas, dejamos el Laundromat y comenzamos a transitar por la larga noche, deteniéndonos en las calles comerciales de Bankastraeti, Laugavegur y Skolavordustigur, en el corazón de la ciudad. Grupos de locales con frentes de madera en tonos de rojo, verde y blanco, bordeaban las veredas, y jóvenes vestidos con parkas de diseñadores y gorros de piel miraban asombrados los precios. Las vidrieras estaban adornadas con colecciones árticas, osos polares disecados y bandadas ocasionales de muñecos de frailecillos, un ave marina típica de la región.
No se ven grandes tiendas ni marcas conocidas como H&M o Zara, sino encantadoras boutiques que exhiben la moda islandesa confeccionada por diseñadores locales. En KronKron, sobre la calle Laugavegur, la vidriera estaba llena de zapatos estilo María Antonieta, en cuero y gamuza, con tacos multicolores. Eran caros, 65.000 coronas (514 dólares, a 126 coronas el dólar) y no parecían muy prácticos, aunque se verían fabulosos en las calles de Nueva York o París.
Comenzó a levantarse mucho viento, así que nos dirigimos a Fish Market, un restaurante exclusivo, que fusiona la cocina islandesa con la asiática, en la calle Adalstraeti, cerca de la costanera, con la idea de cenar temprano. Plantas de bambú florecían contra una pared oscura, y las mesas eran de roble noruego.
"Hace mucho frío afuera", comentó la camarera, echando un vistazo al salón vacío.
Y agregó: "Con la crisis, muy pocos islandeses pueden pagar una buena cena".
Estudiamos la carta y señalamos las entradas de frailecillos y ballena, exquisiteces islandesas. El frailecillo (de la región, según la camarera) se presentaba en rodajas finas, su sabor salvaje está neutralizado con frutas exóticas e higos. La carne de ballena, también finamente cortada, sabía a bife de lomo con un dejo metálico, era sabrosa y delicada cuando se la combinaba con una crema aireada de wasabi.

Después de hora

Cuando nos fuimos de allí, cerca de la medianoche, el cielo estaba más oscuro, y las calles, vacías. Parecía que la vida nocturna comenzaba a aplacarse, pero en realidad bullía en el interior de una veintena de cafés. Cuando nos aproximábamos al más antiguo de Reikiavik, el Prikid, ambientado en los años 1950, sobre la Bankastraeti, el sonido del bajo retumbaba en el piso de madera. Adentro, un disc -jockey con rastas hacía girar vinilos y luces blancas desde una esfera espejada que rotaba por todo el salón. Los clientes habituales, con elegantes camperas tejidas con capucha, se balanceaban al ritmo del saxo. La barra se convertía en un refugio balsámico para quienes festejaron toda la noche alrededor de las 8 de la mañana, cuando sirven un desayuno "para matar la resaca": un sándwich relleno de papas fritas y leche batida de vainilla con una medida de Jack Daniels y una o dos pastillas para el dolor de cabeza.
Alrededor de las 12.30, subiendo por la calle Laugavegur, en Kaffe Koffin, la escena era otra. Una rubia de unos veintitantos bebía café y picaba algunas masas dulces. Hombres jóvenes envueltos en bufandas, permanecían inmóviles sobre sus laptop en enormes sillones con almohadones de patchwork, junto al cálido reflejo de velas anaranjadas. Una sillita alta indicaba que aceptaban menores.
Más lejos, un estruendo de risas flotaba afuera del Olstofa, un bar de la calle Nautholsvegur, donde escritores, periodistas, artistas y otra gente del lugar se sentaba cómodamente en sillones rodeados de paneles de madera a beber cerveza.
"Todas las noches es así", comentó el gerente, Steinthor Matthiasson, un hombre esbelto, con una garbosa gorra de lana y un grueso suéter marrón que daba pitadas a su cigarrillo en el aire helado.
Era tarde, nos sentíamos un poco mareados, y no estábamos preparados para afrontar a la gente del Faktory o del Kaffibarinn, dos de los clubes más potentes de Reikiavik, al menos no esa noche. En unas horas teníamos que levantarnos para tomar una espléndida excursión de todo el día a cascadas, montañas nevadas y paisajes de lava lunar, aunque cuando nos despertáramos, todavía sería de noche.
Me saqué los guantes para contestarle a mi amigo, que esperaba mi respuesta desde un clima más soleado y cálido.
"¿Por qué Islandia?", le respondí. "¿Por dónde empiezo?"
Traducción: Andrea Arko

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por Redacción OHLALÁ!


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