Los recuerdos de mi infancia en España

A veces las pequeñas cosas son las que cuentan. Sobre todo aquellas que nos hacen volver el tiempo atrás y recordar experiencias. A mí me pasa todo el tiempo cuando viajo y rememoro algo de mi visita previa. Hay ciertas cosas que busco cuando llego a determinadas ciudades porque así siento como si nunca me hubiese ido. Pero como muestra bien sirve un botón, les doy un ejemplo más que claro.

Como bien saben, España me vio nacer hace 40 años y hasta los 8 años viví allí. Mi infancia transcurrió entre Madrid y Sevilla, dos ciudades llenas de historia, maravillosa arquitectura, postales imborrables y secretos dispuestos a ser descubiertos por la curiosidad humana. Cada una me dejó algo indeleble, marcado en mi alma y corazón, formando parte de lo que soy. Cierro los ojos y veo estas postales en mi mente: correrías por el Parque del Buen Retiro, con su estanque, Palacio de Cristal y Paseo de Argentina (como un llamado del destino), largos paseos con mi madre por el elegante Barrio de Salamanca, donde vivía en Madrid. O tal vez siento el olor a azahar y la tibia brisa de la orgullosa Sevilla, con su Real Alcázar lleno de cuentos, su imponente Giralda de la Catedral, sus angostas calles y su señorío, el que me fue inculcado de pequeño.

Pero empecé esta columna hablando de cosas pequeñas que podrían ser nimias pero que significan mucho. Y más allá de la historia, de las calles, de los recuerdos familiares o de las experiencias vividas, cuando llego a España, no importa a cuál de sus ciudades, una de las primeras cosas que hago quizás los sorprendería.

Como le sucedió a un grupete de amigos con el que viajé a las Islas Baleares hace unos años. Enclavadas en el Mediterráneo contienen algunas de las playas y aguas más bonitas del mundo. Mallorca, Menorca, Ibiza y Formentera son las principales islas de este archipiélago, una de las Comunidades Autónomas de España. Ofrecen una vastísima propuesta al organizar un viaje, desde tranquilas calas y playas, lindísimos puertos, bucólicos pueblos hasta interminables noches en algunas de las discotecas más famosas del mundo.

Durante los momentos previos del viaje, cada uno de los integrantes del variopinto grupo había propuesto opciones. Todos, lógicamente, proponían cosas diferentes que eran sometidas a votación, respetando ganas, importancia, logística y caprichos. Llegó la fecha y encaramos el viaje al aeropuerto con una alegría sin igual. Escala por medio nos recibió una lindísima Palma de Mallorca, llena de sol.

En el aeropuerto de Palma ya me había acercado a uno de los típicos negocios para conseguir ese algo que siempre busco cuando llego a España. Al no tener éxito volví con la banda y tomamos la carretera. Música, chistes y comentarios se desarrollaban cuando vi una gasolinera y pedí parar. Reconozco que recibí un par de amistosas miradas inquisitivas. Entré a la tienda y volví a preguntar, sin éxito nuevamente. De vuelta al auto, más música, más chistes, más comentarios y otra gasolinera. Parada con miradas menos amistosas y más inquisitivas. Sin éxito. Y vamos de vuelta: auto + miradas y chistes + gasolinera + podemos parar + vituperios de todo orden. Hasta que entré a una tienda y, como si sucediera en una película, un rayo de sol apuntaba al mostrador como señalando las dos cosas que buscaba. Tal vez estén pensando en algo sofisticado, importante o fuera de lo común. Nada más lejos de la realidad.

Allí se encontraban dos de los productos de los que fui gran consumidor de pequeño: Tigreton y Pantera Rosa, los famosos pastelitos de toda la vida. Como un verdadero infante hice acopio de ellos, sin olvidarme de convidar a mis generosos amigos.

Ante su atónita mirada se los repartí y, con la misma música, cambiamos el tópico de la charla y hablamos sobre esas pequeñas cosas que nos alegraban en nuestra infancia.