Nadie filma en París por el buen tiempo
14 de agosto de 2011
Para el que creció en Brooklyn, cualquier sitio es París, decía en su autobiografía Larry King, el periodista de los tiradores. Y Woody Allen, que también nació por allí como muchos neoyorquinos famosos, con su reciente Medianoche en París nos hizo redescubrir la capital francesa a sus 75 años, que no son muchos ni pocos.
Desde los 70, Allen dejó de dar la cara en pantalla porque los primeros planos son crueles a cualquier edad, pero se hizo más sabio y se escapó de su corralito en Manhattan para liberar su imaginación en Europa (el cerebro no cumple años). Y con la ayuda de París logró volver a ser un éxito de taquilla no sólo en Buenos Aires, que siempre lo adoró porque más que un director es un psicólogo de clase media. También en Nueva York, que le había dado la espalda, su película se mantiene entre las más vistas en la lista de The New York Times, a más de diez semanas del estreno.
¿Qué tiene Medianoche en París para atraernos tanto a escala global? El número y la calidad de películas que le han dedicado a la Ciudad Luz es enorme. Siempre nos quedará París, le dijo Humphrey Bogart para despedirse a Ingrid Bergman en Casablanca, en 1942. Y desde el siglo pasado, y antes también, se sabe que París bien vale una misa (Enrique IV).
Como espectador y frecuente viajero, en esta película me sedujo el caracú de su encanto. Digamos charme. Al principio quería reconocer lugares no habituales, buscar la figurita difícil. Pero ese es un deporte que en este caso no sirve. Porque no se trata de descubrir el nombre de una calle o un bar, sino de entender por qué la seducción de la Ciudad Luz es intemporal.
El tiempo se quedó a vivir sin importar que Versailles sea del siglo XVII o el hotel Bristol se haya construido en los alrededores de la residencia de Madame Pompadour con sus amantes reales antes de ser sinónimo de cosmética o Maxim’s no haya cambiado desde la belle époque. Donde hasta hay tolditos rojos para vender hamburguesas o espejos biselados en un bistro barato.
La esquina donde el protagonista inicia su aventura cada noche se puede encontrar por todos lados. En la bohemia orilla izquierda o en la más convencional orilla derecha. En los clásicos faubourg del Barrio Latino o en torno del canal St. Martin, en los costados de la barriada donde vivía Julio Cortázar entre inmigrantes africanos.
La moda pasa, el estilo queda
Pero nadie viaja a París por el buen tiempo. Y otro acierto de Woody es que le gusta la lluvia porque con sol cualquier tonto puede divertirse.
No es una atracción turística, agobiante de tomas fotogénicas y lugares comunes, y sin embargo nadie se sentirá defraudado. Hasta compartiendo las bromas pesadas que le hace a algún norteamericano disfrazado de conocedor. O de tantos turistas pedantes, con el término exacto que usó Carla Bruni que, como buena italiana (de Piamonte), es tan elegante que puede ser primera dama de Francia y viajar en el metro sin ser reconocida. Esto pasa en la película cuando hace el papel de guía en el Museo Rodin y nos cuesta identificarla con su ropa de parisiense que podría haber comprado en las tiendas con descuento en la vecindad de St. Sulpice.
La intervención de personajes famosos, desde Picasso hasta Cole Porter, o bellezas del charleston vestidas al estilo de los años veinte no rompe la magia en continuado. La moda pasa, el estilo queda, pontifico Chanel. París era una fiesta escribió Hemingway y sigue siendo tan cierto como la comparación entre la insípida novia que no dice nada y una vendedora de vitrolas que lo sugiere todo. Igual que Woody. Como los vinos, o las ciudades, que mejoran con el tiempo porque se olvidan del almanaque y se aferran a la vida, un milagro que no cesa.