
PALERMO, Sicilia.- "Tiene tres mil años de historia y mucho más de tres mil historias por año", dijo el viejo vendedor de diarios, recostado sobre una pared descascarada y amarilla en el barrio palermitano donde se levanta, soberbio, el teatro Politeama Garibaldi.
Construido en 1874 en la Plaza Castelnuovo, palmeras altísimas no alcanzan a darle sombra a las columnas del edificio de estilo clásico, que fue escenario de las obras dramáticas y musicales más célebres de toda Italia.
En realidad, lo único que puede hacerle sombra es el Massimo, erigido en la Plaza Giuseppe Verdi, que es uno de los teatros más importantes de Europa, construido a finales del siglo XIX. Con 7730 metros cuadrados de superficie, esta construcción neoclásica es el orgullo de los sicilianos.
Fueron los fenicios los que colocaron las primeras piedras de esta ciudad impresionante a la que llamaron Ziz, o sea, flor. Sus setecientos mil habitantes tienen mucho en común con el paisaje urbano. La herencia árabe se encuentra en las palabras del dialecto local, así como los términos franceses, que enriquecen la lengua cerrada y extraña al oído profano. Y en la fisonomía de los hombres y mujeres de Palermo se ve enseguida que la mezcla de razas ha dejado huella.
Para el viajero que llega sin ideas claras acerca de cómo empezar a descubrir los tesoros que alberga la capital siciliana, el Palacio Real o de los Normandos es un buen punto de partida. De las cuatro grandes torres que tenía originalmente, sólo queda una: la Pisana. En uno de los salones, el de Hércules, se conserva un fresco de Velázquez de 1799.
Indudablemente, tanto la Capilla Palatina como la Sala del rey Roger son las joyas más preciadas que aquí se guardan. A la primera, que data del 1130, los visitantes acceden por la entrada que da a la Plaza Independencia. Cuenta con tres naves unidas al cuerpo central del altar mayor y las paredes están cubiertas por mosaicos bizantinos. Los techos de madera muestran decoraciones en las que es imposible no registrar la influencia de los artesanos musulmanes, activos todavía durante la dominación normanda. Los estilos bizantino, árabe, europeo y siciliano confluyen en el lugar con armonía poco común.
La Sala del rey Roger, por su parte, está decorada con motivos de grandes cacerías del pasado, que también tienen reminiscencias del Oriente persa y del norte de Africa. La ventana de lo que fue un dormitorio da al golfo de Palermo.
Otra de las visitas obligadas en la ciudad es la iglesia de San Juan de los Eremitas, en la via Benedettini. Se trata de una pequeña muestra del arte arquitectónico local, con columnas rodeadas de jardines floridos y multicolores en donde predomina el color naranja. Para los habitantes de Palermo, este claustro con sus cinco cúpulas es un verdadero símbolo de la ciudad. El barrio de la Albergheria, donde está situada, es uno de los más animados de Palermo.
El poder y la herencia
La catedral es otro de los sitios que habrán de enamorar al visitante. En 1184, el arzobispo local, Gualterio Offamilio, quiso destacar la presencia del poder religioso cristiano por sobre la herencia islámica y mandó demoler el edificio levantado por los antiguos ocupantes para construir la catedral, que fue consagrada a la Virgen de la Asunción. Imponente, el edificio fue restaurado y modificado varias veces, quedando sólo la llamada zona de los ábsides como vestigio de la construcción original del siglo XII. Las tumbas de Roger II y otros reyes y nobles se encuentran en su interior, así como una capilla que, dentro de una urna de plata, de 1631, guarda los restos de Santa Rosalía, la Patrona de Palermo.
Más allá de las iglesias, los conventos, los monumentos y los jardines de inspiración árabe, Palermo tiene una vida agitada, siempre dentro de los parámetros sicilianos. Por todas partes el viajero encontrará lugares hechos a su medida, sobre todo a la hora de comer. Nadie que pretenda hablarle a sus amigos sobre lo que conoció en la isla puede dejar de probar una especialidad lugareña: pasta con le sarde, es decir, con salsa de sardinas, piñones, pasas e hinojo silvestre, seguida de un postre local excluyente: la cassatta.
Para evitar el gusto de la comida al paso cocinada para extranjeros, es conveniente meterse en las entrañas de la ciudad, y fijarse dónde comen los sicilianos. No hay que dudarlo: se pagará menos y se comerá mejor.
Quien quiera conocer, concentrada, la historia de Sicilia, no debe dejar de pasar por el Museo Arqueológico Nacional, sobre la Plaza Olivella, la Galería Regional, en la Vía Alloro 4 y el Museo Etnográfico Pitré, en la Vía Duca degli Abruzzi. Después de haber visto los lugares considerados necesarios, vale la pena caminar sin rumbo por las calles, hablar con la gente y tratar de descubrir por qué los hombres de todas las épocas quisieron apoderarse de esta ciudad que mira al Tirreno.
Por Leonardo Freidenberg
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