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Por la Ruta del Sol

Hacia el norte de Guayaquil, bordeando la costa del Pacífico, un camino de playas perdidas y pueblos olvidados para recorrer a marcha lenta




GUAYAQUIL (El Mercurio, GDA).- Se podría pensar que ya no existen. Que pueblos como éstos sólo se ven en postales sepia o en películas. Pero ahí están. Pasan lento por la ventanilla del auto, con el mar siempre de fondo.
A un ojo inexperto le cuesta distinguir cuándo termina un poblado y comienza otro. Las casas muchas veces parecen la continuación infinita de un mismo caserío costero, con uno que otro vecino sentado afuera mirando pasar los pocos autos que van y vienen desde Guayaquil, la ciudad más poblada de Ecuador -con dos millones de habitantes- que está sólo a unas horas de viaje, pero que acá se siente como si estuviera a días de distancia. Ese es gran parte del encanto.
Olvidarse del apuro es la primera recomendación antes de lanzarse a recorrer la costa sur de Ecuador. Los días aquí pasan lento, mezcla de tibios rayos de sol con sobremesas distendidas. La segunda sugerencia, más bien es una aclaración: este viaje no está hecho para personas que buscan comodidad absoluta. Sobre todo si se toma en cuenta que el camino está repleto de baches que lo tendrán dando saltos buena parte del trayecto.
La Ruta del Sol es el nombre con el que se conoce a esta zona que bordea el Pacífico, aunque el sol no sea un acompañante seguro. De hecho, en esta época del año (de junio a septiembre) es probable que todos los días amanezcan nublados y que las temperaturas no suban de los 20°C. Pero las mismas nubes también le asegurarán visitar los lugares en su estado puro, sin las multitudes de la temporada alta, y antes de que los bañistas tomen el sector.
El viaje que comenzó en Guayaquil tuvo la primera escala 150 kilómetros al Oeste, en Salinas, último lugar urbano antes de entrar al Ecuador que subsiste sin edificios ni calles doble vía.
Con hoteles lujosos, un club de yate y tiendas caras, Salinas es el confín de la modernidad y, para muchos, se trata del reducto más snob del país, el segundo hogar de los guayaquileños pelucones , como acá les dicen a los chetos.
Más allá de Salinas, los hoyos del camino se multiplican y el verde se vuelve más intenso.
Ya en la provincia de Manabí, en gran parte del viaje tendrá al Pacífico como compañero asegurado. La diferencia con la costa chilena estará a mano derecha: nada de dunas ni roqueríos. La vegetación se habrá convertido en un bosque tropical, hogar de monos aulladores, serpientes y coloridos pájaros.
Montañita es el único pueblo que suena conocido en el camino. En esta época del año, eso sí, sólo le queda su fama y algunos gringos deambulando descalzos por sus calles de tierra.
Los hostales tienen habitaciones disponibles y los cupos sobran para las clases de surf (15 dólares) o para practicar parapente (30 dólares).
Carla, una ecuatoriana pelucona que tiene casa de veraneo en el vecino pueblo de Olón, dice que entre diciembre y marzo son tantos los que quieren estar acá, que en las tardes no se puede caminar por la calle principal de Montañita.
Hoy se agradece que nadie empuje, que en Montañita reine el silencio y que unos cuantos chicos traten de equilibrarse en sus tablas de surf, aunque las mejores olas no aparezcan sino hasta fines de año.
Al norte del pueblo, la parada obligada es un pequeño quiosco. Según Carla, en temporada alta los autos hacen fila por largos minutos sólo para comprar un pastel aquí. Cheesecake de piña, chocolate, frutilla o pie de limón (1,25 dólares la porción) son las suculentas atracciones de Dulces La Entrada, en el diminuto poblado de San Benito.
Lo mejor es disfrutarlos en el auto mientras se avanza hacia Ayampe, pequeña aldea de pescadores donde la vegetación es frondosa y se acerca cada vez más al mar. Un buen dato para pasar la noche es la hostería Atamari, con cabañas en la cima de una colina con vista privilegiada a la playa y un entorno selvático.
Al día siguiente, el camino continúa hasta el pequeño pueblo de Salango y su museo (1,5 dólares la entrada). El lugar lleva diez años a cargo del arqueólogo estadounidense Richard Lunniss, que si no está demasiado ocupado puede explicarle mejor que nadie cómo el spondylus, una concha venerada por los indígenas de la zona, ha sido encontrado en tumbas incas en Perú e incluso en el norte de Chile, todo gracias a la pericia de los antiguos navegantes que habitaron estas tierras.
Veinte minutos más sobre el auto y ya se divisa Puerto López. La diferencia es notoria, con una viva caleta de pescadores, deliciosos jugos naturales y piñas coladas a la orilla de la playa, además de restaurantes que ofrecen muchos mariscos y pescados recién sacados del mar. Si bien por sí solo Puerto López es atractivo, estamos acá para tratar de ver a sus ballenas jorobadas.
"No siempre hay suerte", repiten los guías, para que nadie se sienta estafado después de pagar 25 dólares por subirse a una lancha a tratar de ver un cetáceo en estado natural.
Pero hoy la suerte está de nuestra parte. Sólo media hora de navegación y alguien ya asegura haber visto una jorobada.
Desde lejos sólo se percibe un chorro de agua. El capitán sigue avanzando hasta que, a cincuenta metros, una hembra se muestra juguetona: saca su aleta y la sacude con fuerza.
Puerto López se ha convertido en uno de los paradigmas latinoamericanos del turismo con ballenas.
La temporada de ballenas termina a fines de septiembre, pero acá aseguran que hay otras cosas que hacer en ausencia de estos mamíferos.
Por ejemplo, recorrer el Parque Nacional Machalilla, donde están la playa Los Frailes y la isla de la Plata, con sus arrecifes de coral, ideales para snorkel (15 dólares la hora) y buceo (95 dólares, medio día). En ocasiones las ballenas son reemplazadas por delfines que acompañan las embarcaciones.
Podríamos continuar rumbo al Norte hacia Manta, puerto principal de la zona, pero preferimos regresar a la ciudad.
Guayaquil ha ganado encanto y perdido suciedad en los últimos años. Uno de sus orgullos es el Malecón 2000, que bordea el río Guayas y que se colmó de puestos donde tomar cerveza o jugos.
Otro atractivo es el Parque Histórico (de miércoles a sábado, entrada 3 dólares; domingo, 4,50), donde hay osos dormilones, venados colorados, orquídeas salvajes y águilas arpía de garras de 6 centímetros, con las que cazan monos.
En la zona colonial del parque hay casas del Guayaquil antiguo que fueron trasladadas pieza por pieza y luego restauradas.
Si no le dan miedo los bichos, debe visitar la plaza Seminario, conocida como plaza de las Iguanas. Aquí, en pleno corazón de la ciudad, estos reptiles son los dueños y señores. Los niños les tiran la cola o las alimentan, y las iguanas se dejan querer. Luego de un rato, los adultos también se relajan y posan junto a ellas.
Por la noche, la obligación es partir a Las Peñas, barrio bohemio en el cerro Santa Ana. Se llega subiendo 444 escalones, flanqueados por coloridas casas donde bares y cafés cobran vida cuando oscurece.
Hace unos años pocos se atrevían a caminar por este sector, conocido escondite de ladrones. Pero hoy la mala vida es sólo un recuerdo.
Olvídese del apuro: los días aquí pasan lentos, mezcla de tibios rayos de sol con sobremesas distendidas.
Amalia Torres

Datos útiles

Llegar

A Guayaquil vuela Lan, desde 1000 dólares más impuestos.

Dormir

Hostería Atamari: hermosa vista a la playa desde la mitad de la selva. Habitaciones dobles desde 110 dólares más IVA. Kilómetro 83 vía Santa Elena. www.restortatamari.com
Oro Verde: en Guayaquil, elegante, cuenta con piscina y spa. Las habitaciones dobles cuestan desde 169 dólares, más IVA. www.oroverdeguayaquil.com
Hilton Colón: con vista a la zona norte de Guayaquil, este hotel tiene cinco restaurantes. Dobles desde 199 dólares. www.hiltonguayaquil.com

Transporte terrestre

Unos 6 dólares cuesta el bus entre Guayaquil y Montañitas.
Hacer este recorrido en taxi cuesta alrededor de 50 dólares.
De Guayaquil a Puerto López un auto se demora cerca de 4 horas.

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