Newsletter
Newsletter

Recorrer Cuba en auto, un viaje revolucionario

Parajes inolvidables, baches sin fin, estafadores del camino y un pueblo siempre solidario; de todo y algo más en veinte días sobre ruedas por las coloridas rutas de la isla




Viajar por tierra, en Cuba, parece una aventura posible. La isla tiene un total de 1250 kilómetros de largo, 191 en su punto más ancho y 31 en el más estrecho. Ir de un extremo a otro es casi como hacerlo de Capital Federal a Neuquén. Alquilar un auto es caro, desde 70 euros por día sin contar la nafta, pero es también la mejor manera de aprovechar el tiempo.
El plan era ambicioso: tenía un poco más de tres semanas para cruzar casi todo el país. Partiendo de La Habana, la idea era ir primero a la zona más occidental de la isla y pasar unos días en el valle de Viñales, para luego virar hacia el este y recorrer Cienfuegos, Trinidad y Santa Clara, para terminar en uno de los puntos más orientales, Santiago de Cuba. De ahí emprender la vuelta y llegar a Cayo Coco, una isla más chica, en la provincia de Ciego de Ávila.
Aunque existe una compañía de colectivos turísticos (Vía Azul) que funciona bien y una red ferroviaria con poca periodicidad, la opción del coche era la que cuadraba mejor. En el camino me cruzaría con jineteros (o falsos policías que te desvían de la ruta), baches, bicicletas, camiones, vías de tren sin barrera y flechas confusas. También con tierra roja, cerros verde selva, mangos y playas de arena blanca y mar turquesa.
Sin reserva previa, me embarqué en la difícil tarea de conseguir un medio de transporte de cuatro ruedas donde la importación está trabada desde hace 50 años por el embargo comercial de Estados Unidos, que arrancó en 1961, luego del triunfo de la Revolución en la tierra de Fidel Castro. Si bien en un hecho histórico los gobiernos de Raúl Castro y Barack Obama abrieron el diálogo para restablecer las relaciones diplomáticas plenas en diciembre pasado y, días atrás, Washington anunció la remoción de numerosas restricciones al comercio bilateral, todavía no se perciben los cambios. Y la primera señal la recibí en el aeropuerto de La Habana, donde el equipaje demoró cerca de dos horas a en aparecer. Primero descargaban los objetos grandes: además de plasmas de todos los tamaños y aires acondicionados, lo que más traen los cubanos de México -de ahí venía mi avión- son llantas. En un carro cargaban hasta cinco ruedas por familia. "Pueden entrar cierta cantidad de productos por año, si se pasan tienen que pagar una multa. En general, son cosas que les mandan los que viven afuera", me explicó Tony, seguridad del aeropuerto José Martí.

Rumbo a Viñales

Conseguí alquilar un auto chino en una oficina de Cubacar. Era un Geely -de las pocas marcas que entran a Cuba-. Apenas me subí, empezó el juego de postas: había que esquivar bicicletas, cocotaxis y chicos jugando al fútbol con pelotas de trapo por las calles de La Habana.
Sin disimular mi condición de extranjera, me perdí en callejones, lado a lado con autos de los años 50, esos gigantes tan fotogénicos -Cadillacs, Chevrolets, Fords-, que en el resto del mundo se exponen en museos. En la isla, son taxis con repuestos fabricados por los mismos cubanos, mecánicos expertos por necesidad.
La ruta empezó rumbo el noroeste de la capital, hacia el valle de Viñales, uno de los municipios de Pinar del Río, la provincia más occidental de la isla. Emplazado en la Sierra de los Órganos, este paraje rural que se erige en uno de los parques nacionales más pintorescos del país, famoso por sus plantaciones de tabaco donde se enorgullecen de fabricar habanos sin conservantes, sus mogotes y su tierra colorada.
Para ese tramo hay autopista (la A1 tiene 505 kilómetros y va desde Pinar a Sancti Spíritus, el resto se recorre por la carretera central). Lo que no quiere decir que no haya pozos. El viaje en auto deslumbra por los paisajes coloridos que alternan cerros verdes semi selváticos cubiertos de niebla espesa, con campos llanos y vacas flacas.
Fueron casi tres horas. En ese trayecto surgió el primer contratiempo. En medio del camino me paró un hombre vestido de azul con sombrero de policía. Tenía un silbato. Pensé que me había excedido de velocidad. Frené bajo un puente, había más personas. El hombre se acercó, me dijo que un camión se había quedado sin gasolina y si podía llevar a uno de los conductores unos kilómetros para buscar un bidón. Nunca me pidió papeles, ni pasaporte. Ahí me acordé de Víctor, un amable hombre que había conocido en el Cubacar. "No levantes a nadie en la ruta, no importa lo que te diga", me había dicho. Entonces, le respondí que no podía y seguí camino con culpa.
A los pocos kilómetros volvió a ocurrir lo mismo. Otro hombre de azul con silbato me pedía frenar, casi poniéndose frente al coche. Ellos, aprendí después, son los jineteros. Cuando entran al auto dicen que el lugar adonde uno va es malo y lo llevan a otra casa de familia. "No roban, solo buscan provecho", me dijo Gladys, mi anfitriona en Viñales, que me esperaba con una piña colada en la terraza.
Tenía razón, en 25 días de viaje nunca escuché nada acerca de robos ni viví momentos de inseguridad. Pero había otros problemas: los carteles con flechas solían estar tachados y no sabía para dónde doblar para llegar a destino. En una de esas bifurcaciones, otro hombre gritó desde la ruta para que no fuera hacia ese lado. No le hice caso y, por suerte, tenía razón.

El ABC de la carretera

En casi 200 kilómetros había aprendido el ABC de las rutas cubanas. No parar, aprender a resistir pozos y no seguir las flechas sin estar segura, pueden haber sido manipuladas. Desde el fin de la autopista a la casa donde dormí, vi campos verdes con plantaciones de plátano, tabaco y café, ranchos en el medio de la nada, árboles con frutos rojos, cebús, caballos y mogotes con cuevas habitadas por colonias de murciélagos y estalactitas, que pueden visitarse.
Después de manejar por un terraplén sobre el mar para llegar a Cayo Jutías y descubrir una playa paradisíaca con arena blanca y mar turquesa, al norte de Viñales, una lluvia tropical agudizó los colores de la tierra y sacó de sus ranchos a los campesinos. El capítulo occidental había terminado.
El periplo siguió para el centro de la isla por la autopista. Después de casi 400 kilómetros, siete horas manejando sin parar, no pude evitar pisar a cientos de cangrejos que salían de la tierra y enfrentaban a las llantas con valentía, en la ruta costera rumbo a Playa Girón, en la Bahía de los Cochinos.
Además de ser uno de los sitios elegidos por los amantes del buceo, ese punto se convirtió en un centro neurálgico de la historia de la isla luego del desembarco de 1500 exiliados cubanos apoyados por Estados Unidos para sacar del poder a Castro en 1961. Todos los testimonios del enfrentamiento en el que salió vencedor el gobierno de Fidel están en el museo municipal de Playa Girón.
Más allá de los jineteros, los cubanos son solidarios con el conductor. En varias oportunidades me ayudaron a arrancar el Geely. Como cuando dejé prendidas las luces y me quedé sin batería. "Empujen ahora", dijo uno y otros tres lo siguieron. "No hay caso, tienes que llamar a Cubacar", me desalentó otro. Pero un taxista ingenioso logró salvarme; como no tenía el cable para pasar energía de auto a auto, sacó la batería de su coche y la conectó con el mío. Gracias a eso volví al camino y él se convirtió en mi verdadero héroe de Girón. La escena se repetiría dos veces con otros mecánicos espontáneos sin esperar nada a cambio.

Lluvia en Cienfuegos

La ruta continuó hacia el sudeste, unos 95 kilómetros, un paseo corto para ver la arquitectura neoclásica característica de la plaza central de Cienfuegos, donde adolescentes jugaban al fútbol debajo de una lluvia torrencial. Y, después de otra hora y media al volante, Trinidad. Fundada en 1514, es una de las ciudades coloniales mejor conservadas de América. Basta con explorar su centro histórico para entrar en una paradoja temporal.
Pero ahí manejar se hizo imposible. En plena temporada de lluvias (mayo), a las cuatro de la tarde un diluvio efímero amenazó con dejarme en medio de la ruta. Por las calles empedradas de esa ciudad, declarada Patrimonio de la Humanidad, había tanta agua, que parecía como si cruzara un río. Por unos minutos, el auto fue lancha. Al otro día me enteré de que el agua potable hacía meses que escaseaba. Caminé por el piso adoquinado y, entre la casa de la música y la iglesia amarillo pastel, escuché la historia de los ingenios azucareros y de cómo toda la isla vivía de ese cultivo. Alrededor, las montañas del Escambray y el sonido de las olas de Playa Ancón, ayudaban a terminar de entender el relato.
Unos cien kilómetros al norte, en una ruta casi intransitable por sus surcos, surge Santa Clara. No pude evitar desviarme del camino para conocer el mausoleo del Che. En esa ciudad ubicada al centro de la isla, el argentino descarriló un tren blindado y selló el inicio de la Revolución. Tanto el mausoleo como la estación de ferrocarril se pueden visitar.
De Sancti Spiritus a Santiago de Cuba sólo hay carreteras. Las provincias varían mucho en sus accidentes geográficos. De la tierra roja se puede pasar a un terreno llano donde abundan las plantaciones de arroz, antes de volver a las sierras. Lo que no varía es la presencia de pozos. La experiencia de transitar estos caminos es similar a la de cabalgar. No hay momento en que el cuerpo se sienta a salvo de la turbulencia. No hay tierra firme, la vibración es constante. En el medio, sulkys, camiones que transportan tanto troncos de árboles como pasajeros, colectivos, chicos en bicicleta, perros, campesinos haciendo dedo, vacas y gallinas van completando la escena. Los carteles de la Revolución son lo único que adorna cada llegada a las ciudades. Y frases emblemáticas como Queremos que sean como el Che o Patria o muerte son parte del inolvidable paisaje caribeño.

Camagüey y Santiago

"No hay pérdida" prometen los cubanos. Pero con las dificultades que traen las escasas señalizaciones con flechas tachadas y la falta de Internet, andar por las rutas es entregarse a los astros. Nunca se está seguro de lo que ocurre. Ni cuando una pequeña vía irrumpe en medio del camino, no hay barrera y los trenes pueden aparecer en cualquier momento. Ni cuando campesinos en medio de la nada ofrecen en plena ruta mangos que acaban de cortar de los árboles.
Entre lluvias intempestivas y paradas en Camagüey, ciudad a 280 kilómetros de Santa Clara, famosa por sus estrechas y laberínticas calles así trazadas para despistar a los piratas, y Bayamo, a otros 207 kilómetros al oeste, capital de la provincia de Granma, donde estuvieron escondidos el Che, Fidel y Raúl Castro antes de hacer la Revolución, seguí camino hasta Santiago de Cuba. Los parajes rurales son pintorescos, las casas son bajas y coloridas, las veredas anchas y el tiempo está detenido. La plaza central sigue siendo el núcleo de la vida cubana. Es ahí donde la gente se junta al anochecer a escuchar música, jugar al dominó o al ajedrez, fumarse un habano y tomar ron. Mientras, otros se quedan en sus casas y en una escena que se repite: todos los días a las 9 de la noche se puede espiar por las ventanas abiertas cómo las familias miran la única novela que se trasmite por televisión.
En Palma Soriano (a 77 km de Bayamo y 43 de Santiago) surge otra vez la autopista que termina justamente en la que fue la primera capital de la isla. El plan original era que la A1 atravesara todo el país, pero el período especial (así llaman los cubanos al tiempo que sucedió a la caída del muro de Berlín) postergó el proyecto. Santiago es el oriente, donde la trova, el son, la rumba y los recuerdos de la Revolución laten fuerte. Ahí está, entre otros lugares emblemáticos, el cuartel de Moncada, donde Fidel hizo el primer intento de derrocar a Fulgencio Batista y la Sierra Maestra, donde se escondieron los cabecillas rebeldes. Puede visitarse la Comandancia del Plata, el campamento desde donde Castro dirigía la guerrilla contra Batista, escondido entre la naturaleza. Hace falta ir con guía.
De Santiago a Morón (provincia de Ciego de Ávila) hay 482 km, lo que equivale a ocho horas de baches, curvas y camiones. Y de Morón a Cayo Coco son otros 70, la mayoría sobre un terraplén ganado al mar. Son varios minutos arriba de un asfalto sostenido por rocas, con el agua como único horizonte hasta que un grupo de flamencos, instalados en los juncos, me despertó del letargo. Estaba entrando al escenario que inspiró a Ernest Hemingway para escribir El viejo y el mar.
Después de 15 días, dejé el auto en la oficina de Cubacar sin haber pinchado ni una vez. Parece que las llantas del Geely resisten las inclemencias del terreno. Misión cumplida: casi toda la isla recorrida en un auto chino, con la guía del inconsciente, los campesinos y un mapa donado por Gladys en Viñales.
Lo que siguió fueron ocho días en Cayo Guillermo, una playa igual a la del protector de pantalla del Windows.

¡Compartilo!

SEGUIR LEYENDO

¿Cuáles son los mejores lugares para probar este clásico postre italiano?

¿Cuáles son los mejores lugares para probar este clásico postre italiano?


por Redacción OHLALÁ!

tapa de revista OHLALA! de abril con Yamie Safdie en la portada

 RSS

NOSOTROS

DESCUBRÍ

Términos y Condiciones


¿Cómo anunciar?


Preguntas frecuentes

Copyright 2022 SA LA NACION


Todos los derechos reservados.

QR de AFIP