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Susques, antiguo pueblo de la Puna




Llegar a Susques, camino al Paso de Jama, es una inevitable meta del viajero inquieto, cuando arrima sus pasos por el noroeste de nuestro país. Promediaba septiembre, con sus últimos gestos invernales, cuando emprendimos el camino. He de confesar que no lo recordaba por su nombre, escondido entre inmensas montañas de mil colores, donde la vida parece transcurrir tan lentamente.
Está sobre la ruta 52, a 3896 metros. Hasta allí se llega trepando por la legendaria Ruta 40 hasta su cruce con la 52, o bien saliendo de San Salvador hasta llegar a Purmamarca. Desde allí se toma el camino al Paso de Jama, camino fronterizo que abre la ruta al Pacífico.
Es partir dejando atrás el verdor de las quintas purmamarqueñas para luego, a poco de andar, arrimarse a la Puerta de Lipán, anticipo de una cuesta donde se alcanzan los 4170 metros, al llegar hasta Abra de Poterillos. La naturaleza nos iba llevando, casi inadvertidamente, hacia un cielo más azul.
De modo inesperado divisamos a lo lejos las Salinas Grandes. Emociona ver tamaña extensión. Luego, la ruta las atraviesa para encontrar sus obreros bajo un sol implacable o divisar algunas llamas corriendo.
Es una manera de apropiarnos del inmenso espacio que alguna vez soñó el poeta enorme que fue Manuel J. Castilla, desde La tierra de uno. Poco a poco se va descubriendo el sitio de la verdadera pertenencia, donde las montañas se transforman en un lugar propio que el viajero construye con su mirada. Fue hacer nuestro un sitio para asentar una experiencia donde el alma no ha de hallarse sola, donde la energía asoma impetuosa desde cada piedra, donde mitos y afectos son claras señales que identifican, simplemente, la vida. Recordar entonces palabras del poeta. "Me dejo estar sobre la tierra porque soy el gozante. El que bajo las nubes se queda silencioso."
Fue atravesar inmensas geografías donde se asentaran pueblos milenarios. Fue hallar el fundamento de un sentir en el que el viajero busca descubrir un lugar de reflejo de su alma, un territorio que brinde consistencia al transitar esos caminos, cuando finalmente se comprende que para este viaje ya no alcanza el frívolo pasar apresurado y distraído.
Se llega así a Susques, entrando a sus calles donde todo luce un singular tono terracota. Qué rara sensación nos abrazó al dejar atrás desérticos paisajes y acercarnos a la antigua iglesia, caminar sus calles, detenernos en amable conversación con su gente. Nos permitió desaparecer para ser, finalmente, ese sitio, de modo que el canto, la celebración de la naturaleza y la pertenencia se transformaran en algo íntimo y, a la vez, abierto: la morada donde el alma viajera pudiera residir al menos por unos momentos.

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por Redacción OHLALÁ!


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