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Tribulaciones en el Barrio Chino

Como en la mayoría de las ciudades de los Estados Unidos, el Chinatown está presente, saturado de su inconfundible tradición y afán de lucro, al que se suma la pretensión de ser cada vez más moderno




SAN FRANCISCO, Estados Unidos (The New York Times).- La mayoría de cuantos visitan la ajetreada y colorida Chinatown probablemente nunca reparen en Hang Ah Alley, un pasaje de cemento entre un restaurante y un área de juegos. Se parece, más que nada, a una vereda ancha y prolija, engalanada con algunos árboles jóvenes y flamantes bancos de madera.
Esos arbolitos y esos bancos, así como los textos explicativos incisos en el pavimento marcan el reciente remozamiento del pasaje, el primero de los 31 incluidos en un proyecto de rejuvenecimiento de las callejuelas del barrio. Llevará varios años y costará 2,9 millones de dólares, que saldrán de las arcas municipales.
La campaña renovadora refleja los esfuerzos constantes por mantener a Chinatown -la segunda meta turística de San Francisco, en popularidad- tal como es: auténtica y accesible, histórica y moderna, saturada de tradición sin fosilizarse en el pasado.
De 20 años a esta parte, viene experimentando un cambio lento pero indudable, con pequeñas mejoras que han dado grandes resultados. Los rasgos distintivos de su arquitectura y ornamentación han moderado sus extravagancias: los aleros dorados y curvos en los ángulos de los edificios son menos llamativos; la carpintería labrada y los mosaicos decorativos, que particularizaban las fachadas de tantos comercios, hoy son menos comunes.
El plástico y el vidrio, la economía y la eficiencia, han desafiado o, tal vez, usurpado por completo, el arte de la espectacularidad. El turismo incansable ha causado aquí el mismo efecto que en Fisherman´s Wharf (Embarcadero de Pescadores), el lugar más popular de San Francisco, a pocos kilómetros de Chinatown.
En ambos casos, lo que empezó como un barrio dominado por una profesión o una colectividad se ha homogeneizado hasta convertirse en un bazar turístico para todo uso.
El Chinatown Community Development Center procura virar hacia otros rumbos que respeten el pasado del barrio. Sus pasajes representan los nexos entre la preservación histórica y la adaptación a los tiempos que corren.
Por un lado, el proyecto -uno entre varios emprendidos por el grupo- apunta a restituir al uso público la red de pasajes comerciales, flanqueados por locales diminutos con puertas, pero sin vidrieras. Tradicionalmente, eran tan vitales para muchos vecinos del barrio como las principales avenidas de la ciudad.
Por el otro, se aviene a los intereses turísticos festoneando los pasajes con lecciones de historia. "En chino, Hang Ah significa fragante. El pasaje recibió este nombre cuando un químico alemán abrió en él una perfumería", explica uno de los textos incisos en el pavimento del pasaje.
El plan de remozamiento de los pasajes ha merecido una aprobación casi unánime. Otros proyectos de preservación histórica no siempre han sido tan populares. Los petitorios para que Chinatown sea declarada Barrio Histórico, reiterados en las dos últimas décadas, han fracasado, en gran medida, porque inquietaron a muchos comerciantes, propietarios de inmuebles y empresas constructoras, temerosos de que las restricciones a las obras nuevas y otras normas les impidieran lucrar.
Tal oposición sacó a relucir una tensión constante. ¿Qué es mejor para Chinatown: dejar que se adapte a las fuerzas del mercado, como otros barrios, o preservar sus rasgos más característicos?
En opinión de Philip Choy, viejo residente del barrio, la conservación es una traba y, en cierto modo, un insulto: "Equivale a catalogarnos como habitantes de un zoológico artificial en minuatura, que estamos aquí para que nos miren". Lo de artificial alude a que los detalles de la arquitectura barrial que suelen tenerse por tradicionales, en realidad, fueron inventados. "Ante todo, nunca fue auténticamente chino -señaló-. Era seudochino."

Resistencia al cambio

Choy y otros historiadores del barrio advirtieron que la mayoría de las pagodas, tan iluminadas, y los edificios ornados con detalles caprichosos habían sido construidos por los vecinos después del terremoto de 1906, en un intento calculado de frenar los planes municipales para trasladarlos fuera de la zona céntrica. Quisieron crear un barrio tan típico y atractivo, que nadie querría destruirlo.
Mas el tiempo, el turismo y la escalada de los valores inmobiliarios alrededor del Barrio Financiero, que amenaza invadir Chinatown, han logrado parte de lo que los funcionarios municipales de comienzos de siglo no pudieron hacer.
En algunos casos, no muchos, pequeños comerciantes vendieron sus predios para que en ellos se construyeran torres de oficinas; en otros, la papelería china, con su trabajada puerta de bronce, o el almacén chino, de aromas acres y picantes, han sido reemplazados por locales de electrónica con paredes de vidrio.
Estos cambios incomodan a muchos de los 15.000 habitantes del barrio (cifra aproximada), el 85% de los cuales son chinos. "Chinatown no es sólo para turistas -protestó Rose Pak, consultora de la Cámara de Comercio China-. Todavía es un lugar de residencia. La cuestión es cómo podemos mantener el carácter y la integridad de Chinatown sin que, por ello, deje de ser funcional."
(Traducción de Zoraida J. Valcárcel)

Un hotel del Far West en el histórico Camino de Oregón

BAKER CITY, Oregón, Estados Unidos (The New York Times).- Parece un episodio salido de algún viaje novelesco en una máquina del tiempo. Los pobladores de Baker City bien pueden agradecer a los recios pioneros que, hace más de siglo y medio, emprendieron la marcha por el Camino de Oregón, la reciente renovación de un hotel fastuoso construido en 1889.
El Geiser Grand Hotel -un edificio emblemático en una esquina de Main St.- fue, en un tiempo, el mejor hotel entre Salt Lake City y Portland, un espléndido símbolo de la fiebre del oro que había enriquecido esta región.
Embriagados por el oro, los habitantes de Baker City tuvieron delirios de grandeza: dando por sentado que su remota ciudad sería designada capital del Estado, se lanzaron a invertir en su embellecimiento.
La siguiente gema de su corona fue, por lógica, un hotel despampanante. Los ricos y famosos, como diríamos hoy, reservaron habitaciones en ese edificio de tres pisos, erigido donde el diablo perdió el poncho; hay quienes incluyen en la lista a Teddy Roosevelt.
Muchos huéspedes llegaban en diligencia y entraban directamente a la planta alta del saloon a quitarse el polvo del camino, antes de pasar al vestíbulo del hotel. Las viajeras se ufanaban de ser vistas en el Geiser Grand; para ser una dama, bastaba acicalarse un poco y ponerse guantes limpios.
La gente venía de lejos, sólo para ver la mayor extravagancia de ese hotel de por sí extraordinario: un ascensor Otis, tipo jaula, que ostentaba el número de serie 3. Con todo, cuenta la leyenda que algunos huéspedes recurrían a otro medio de transporte, más conocido y seguro: subían por la elegante escalinata... ¡a caballo!
Cuando Barbara y Dwight Sidway compraron el edificio, en 1993, estas anécdotas eran apenas ecos espectrales de un pasado distante. Tras diversos avatares -burdel, bar, etc.- el hotel era un cascarón ruinoso, abandonado desde 1968. Sus últimos huéspedes habían sido los actores y el equipo de filmación de Paint Your Wagon , película estrenada en 1969.
Decidir si valía la pena salvarlo les llevó a los Sidway 18 meses de estudios y pruebas estructurales. Finalmente, el sesquicentenario del Camino de Oregón los decidió a emprender la restauración.
Los 10 millones de dólares invertidos en él dieron fruto de inmediato: atrajeron a una oleada de visitantes, apasionados por la historia del Camino de Oregón. Hoy recibe hasta 350.000 visitantes por año.
La pareja tenía experiencia en la restauración de edificios históricos; entre sus logros, se contaban el Biltmore Hotel de Coral Gables y la Freedom Tower de Miami. Los vestigios de la decoración original eran tan escasos, que los Sidway no sabían a ciencia cierta qué restaurarían.
El hotel comenzó a recobrar parte de su esplendor de otrora, el día en que el chapitel de 4,2 metros de altura -en realidad, una réplica- volvió a coronar, en su ochava, el edificio de estilo neorrenacentista italianizante; incluye una copia del viejo reloj iluminado con gas.
El momento más placentero para los Sidway fue aquel en que, al retirar un cielo raso falso de madera terciada, descubrieron un salón con claraboya. Una visita a los archivos del Oregon History Center, en Portland, reveló que la claraboya había tenido vitrales. La pareja encargó una réplica y hoy la luz del sol baña el restaurante Palm Court y sus columnas jónicas de caoba, igual que a principios de siglo.
Los Sidway recorrieron las casas de antigüedades de todo el país, hasta reunir los objetos de arte y el mobiliario de época que hoy decoran las 30 habitaciones del Geiser Grand, reabiertas en mayo último.
Las luces de las arañas de cristal veneciano que alumbran los corredores quizá perturben a los huéspedes, pero más vale eso que ser visitados por espectros.
Los obreros que trabajaron en la restauración del hotel y, ahora, algunos huéspedes, han denunciado encuentros fantasmales, con la grata salvedad de que los espectros se mostraron amistosos. Sin duda, les gusta divertirse: los clientes dicen escuchar, de vez en cuando, ruidos nocturnos parecidos al bullicio de una fiesta y chillidos de alegría, nunca de terror.
El Geiser Grand Hotel (1996 Main St.) cobra entre 79 y 199 dólares por alojamiento en habitación doble. Informes: fax (1-541) 523-1800.
Susan G. Hauser
(Traducción de Zoraida J. Valcárcel)

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