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Una cita con Ramsés II




No soy una viajera especialmente adicta a los museos. Si en un viaje tengo poco tiempo y hay que elegir, seguro que termino en una feria o mercado típico, cuanto más bullicioso y con color local mucho mejor.
Pero debo reconocer que hay museos que alcanza una visita para no olvidarlos por el resto de la vida.
Pasaron casi diez años, fue exactamente el 23 de noviembre de 2001, y aunque visité muchos otros en diversos lugares, el Museo Egipcio, en El Cairo fue el que más me impactó.
Recorrerlo fue como sumergirse en el libro de historia de la escuela secundaria, sobrecargado de arte, tesoros, dinastías y faraones de hasta 7000 años de antigüedad que por momentos abruman. Imposible procesar tantos datos en una visita. Antes de viajar a Egipto es imprescindible hacer la tarea y repasar un poco la historia para entender y apreciar mejor lo que se ve, no sólo en el museo sino a lo largo de todo el país.
El museo, en el centro de la ciudad, está en la plaza Tahrir (plaza de la Liberación), donde a principios de año fue el epicentro de la revolución contra Mubarak.
Entre las más de 120.000 piezas repartidas en dos niveles que atesora el museo se destacan: el sarcófago de Akenatón, la cabeza de la reina Hatshepsut (desde hace unos años también la momia), los arqueros nubios, la escultura de Tutmosis III y por supuesto el gran tesoro de Tutankamón, encontrado en la tumba del Valle de los Reyes en 1922, y que se conserva íntegro. Kilos y kilos de oro resplandecen en joyería, figuras, tallas, el sarcófago y hasta el trono de oro del joven faraón, famoso por el tesoro encontrado más que por su desempeño como mandatario.
Me cautivó la máscara mortuoria de 11 kilos con mucho oro e incrustaciones de vidrio y turquesa, que le cubría el rostro y que es de lo más representativo del arte del Antiguo Egipto.
Pero el momento cumbre al final de la visita fue el encuentro cara a cara con Ramsés II, el faraón más poderoso de la historia de Egipto, que gobernó más de 60 años, en la Sala de las Momias. Está acostado en una gran pecera de vidrio durmiendo un sueño eterno, con la temperatura y la humedad cuidadosamente controladas.
Todavía lo recuerdo como si lo estuviera viendo. Los rasgos de la cara permanecen casi inalterables y pasaron apenas... ¡3000 años! Se distinguen con claridad los dientes, el pelo y las manos, entre las vendas blancas de un anciano de casi 100 años, aunque no es de las momias mejor conservadas.
Pasaron casi 10 años y todavía conservo la entrada, una de las pocas que tengo, como souvenir de un viaje que me remontó 7000 años en el tiempo y que recordaré por otro tanto...
Publicado por Andrea Ventura | 24 de julio de 2011 | 4.18 A.M.

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