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Venecia, por los canales del Renacimiento

De los edificios de la ciudad acuática, la Scuola Grande di San Rocco es uno de los tesoros de la época en que el arte resurgía, entre otros, de la mano de Jacopo Tintoretto; sus pinturas se exhiben en este museo




En el maravilloso laberinto de las callejuelas venecianas se encuentra uno de los máximos tesoros de la ciudad acuática, la Scuola Grande di San Rocco. Uno puede haber visitado varias veces el célebre edificio y, sin embargo, casi indefectiblemente termina por preguntar, desconcertado, perdido, a un habitante de la isla cómo llegar hasta la espléndida fachada de mármol. Si se viaja en vaporetto, los carteles indicadores señalan sin lugar a duda donde debe descender el pasajero, pero desde el muelle hasta la imponente entrada de la Scuola median unos cuantos metros que exigen un gran sentido de orientación para llegar a destino sin demasiados problemas.
La construcción renacentista tiene una majestuosa belleza con sus columnas acanaladas, el vasto pórtico lateral y los frontones triangulares en lo alto. Pero los millares de viajeros que llegan todos los años hasta la Scuola lo hacen atraídos por el magnífico ciclo de pinturas realizado por Tintoretto a mediados del siglo XVI.
Durante muchos siglos, las scuole de Venecia se encargaron de asistir a los pobres y a los enfermos, así como de defender los intereses de algunas corporaciones religiosas y de instituciones de caridad de origen no veneciano, pero que se hallaban instaladas en la ciudad.
La Scuola Grande di San Rocco se contaba entre las seis más importantes de Venecia. En realidad, San Rocco, el patrón de la Scuola, era un hombre santo de procedencia francesa, Saint Roch, de Montepellier. Sus restos habían sido trasladados a Venecia y la Scuola di San Rocco, puesta bajo la protección de aquel vagabundo póstumo, se había convertido en un refugio, sobre todo para las víctimas de las epidemias. Pronto la Scuola, ayudada por una serie de circunstancias y de creencias, se transformó en una rica y poderosa comunidad.
Una de las imágenes de la Scuola, el Cristo llevando la Cruz, atribuida ya a Tiziano, ya a Giorgione, era considerada milagrosa, lo que favoreció numerosas y pingües donaciones. El prestigio de la Scuola crecía. Crecía tanto que los más grandes pintores venecianos se disputaron el honor de decorar las salas de la nueva construcción. Dos de los competidores más acérrimos eran Veronese y Jacopo Tintoretto, cuyo nombre provenía del oficio de su padre, Giovanni Battista (un tintorero que teñía sedas).
El entusiasmo de Tintoretto En 1546 se autorizó al Gran Guardián de la Scuola que encargara la decoración de las paredes de la llamada Salla dell´Albergo. En 1553, nada menos que Tiziano, el artista más prestigioso de Venecia en aquel momento (y durante un tiempo maestro de Tintoretto), propuso pintar una gran tela destinada a ese espacio. Por distintas circunstancias, ese ofrecimiento no fue aceptado.
Tan sólo en 1564 se decidió reservar una parte del presupuesto de la Scuola para la tela que ocuparía el centro del techo de la Salla dell´Albergo. Se dijo que se convocaría a un concurso en el que participarían los artistas más renombrados de Venecia: Andrea Schiavone, Federico Zuccari, Giuseppe Salviati y Paolo Veronese. Pero Tintoretto tuvo un gesto de audacia, presentó la obra terminada como regalo, la misma que hoy corona la sala, la célebre Gloria de San Rocco.
El interés de Tintoretto por decorar toda la Scuola de San Rocco era tan grande que decidió hacer muchos de los trabajos en forma gratuita. Por varias de las pinturas del gran artista, la cofradía sólo tuvo que pagar el costo de los materiales. En dos años, Tintoretto completó la Salla dell´Albergo. Realizó una serie de alegorías sobre las distintas Scuole venecianas, la de San Giovanni Evangelista, la della Misericordia, la de San Marco, así como cuatro telas que representaban las estaciones. Una de las obras más importantes de la Salla es Cristo ante Pilatos, que, según los especialistas, está inspirada en una xilografía de Durero. Las imágenes que Tintoretto creó para ese espacio son excepcionales: La corona de espinas, El ascenso al Calvario, La Crucifixión.
Una obra imponente Cuando se sube al primer piso de la Scuola no se puede reprimir un gesto o una exclamación de deslumbramiento. El techo cubierto de pinturas enmarcadas y enlazadas por estucos dorados, los mármoles del piso, los trabajos de boiserie de las paredes, las tallas, las lámparas en las que los cristales están apresadas por volutas de bronce, apabullan por la hermosura, el esplendor y la riqueza.
No hay un centímetro ni en el techo, ni en las paredes, ni en el piso que no esté suntuosamente decorado. La mirada se pierde en ese bosque de formas, de colores, de materiales. Es tal el desborde imaginativo, el carácter dramático de las obras del Tintoretto, el marco solemne que alberga las obras del artista, que uno debe esperar unos minutos para tranquilizarse y elegir una de las escenas con el fin de contemplarla detenidamente.
Se debe hacer un esfuerzo para abstraer la atención del cúmulo de estímulos que acosan al visitante y centrarla en la obra elegida. Sólo así, luchando contra esa catarata de sensaciones, se puede iniciar un recorrido más detallado. El ciclo completo del techo está integrado por 32 imágenes. La del centro del techo es La erección de la serpiente de bronce, una tela de 8,40 x 5,20 metros. Tintoretto la realizó en dos meses y medio. Mencionemos algunas de las restantes: Moisés hace manar agua de una roca, El pecado original, Dios aparece ante Moisés, La columna de fuego.
En 1581, Tintoretto terminó los cuadros más importantes de la sala superior y, al año siguiente, se puso a trabajar en los de la sala de la planta baja, ocho grandes telas que revelan la madurez y la audacia de concepción del artista: La Anunciación, La adoración de los Reyes Magos, La huida a Egipto, La masacre de los inocentes, Santa María Magdalena, Santa María de Egipto, La circuncisión y La Asunción de la Virgen.
El conjunto es una de las cumbres del arte renacentista y deja exhausto a quien pretenda contemplarlo íntegro en una tarde. Conviene salir, perderse de nuevo por las calles, sentarse a tomar un café frente al Canal Grande y volver otro día. La belleza, a veces, es tan exigente como la escalada de una montaña.
Por Hugo Beccacece
De la redacción de La Nación

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