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Maternidad: por qué es clave terminar con la idea de las mamás superpoderosas
En su segunda columna, Jose de Cabo nos invita a decir: "Basta ya de las mamás superpoderosas".
11 de agosto de 2022
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Por qué es clave hablar sobre la maternidad sin filtros. - Créditos: Getty.
Maternar es un quilombo. Lisa y llanamente: ¡un qui-lom-bo! Sobre todo si lo hacemos medianamente a conciencia. Educar a seres humanos mejores que nosotros (en el mejor de los casos, claro), empáticos, sensibles, tolerantes y a su vez capaces, ambiciosos y trabajadores. ¡Uf! Qué combito. La responsabilidad que conlleva acompañarlos a convertirse en su mejor versión es simplemente agotadora.
Hasta acá nada que una madre no sepa. Ahora bien, el problema en todo esto es que nadie nos avisó que iba a ser un quilombo. Ni nuestras madres, ni los medios de comunicación, ni el colegio, ni nada. La carga de la maternidad se llevaba en absoluto silencio y casi como un deber automático recibido en el momento de haber nacido mujeres. Y nosotras, futuras madres, veíamos en las tapas de revistas a modelos espléndidas a días de haber parido, con un cuerpo igual o aún más esbelto que el que tenían antes de quedar embarazadas y entendíamos que entonces no debía ser tan difícil “volver a nuestro cuerpo” tras el embarazo.
Observábamos a nuestras propias mamás ir y venir entre trabajos fuera de casa, milanesas, supermercados, invitaciones a cumpleaños y viandas. Las observábamos pero no las oíamos, porque no se quejaban. Sonreían, revisaban las tareas, bañaban niños, y esperaban a nuestros papás con una cena digna del mejor restaurante, servida en la mesa. En el colegio nos educaban para ser buenas señoritas, abnegadas y obedientes, y eso incluía -por supuesto- ser buenas madres.
Lo que no nos contaron
Nadie nos dijo que íbamos a llorar de dolor dando la teta, ni que íbamos a 'odiar' a nuestros hijos después de escucharlos por llorar horas y horas. Nadie nos avisó de la profundísima soledad que sentiríamos esas noches inacabables de insomnio, tetas y mamaderas, ni nos previno de lo difícil que sería reconocer nuestro propio cuerpo (durante el embarazo y después de él). Tampoco nos dijeron que nos iba a costar reencontrarnos con nuestras parejas (tal vez años) ni que el puerperio no dura tres meses.
Maternar es un quilombo, y más si lo hacemos medianamente a conciencia. Creo profundamente que tenemos el deber de contarlo, de hablarlo, de romper el secreto. Ya no más buenas señoritas, sacrificadas por sus familias, que son madres sin saber realmente lo que va a suceder. Contemos, hablemos, gritemos que maternar es un quilombo. Digámosle a nuestros hijos que mamá está cansada, que hoy no los aguantamos más, que necesitamos irnos a comer solas con papá porque queremos hablar con un adulto.
Basta ya de mamás superpoderosas: esas existen solo en la tele (o el servicio de streaming de tu preferencia, querida lectora). Las mamás de verdad nos estresamos, quemamos la comida y lloramos cuando las cosas no nos salen bien. Que nuestros hijos puedan vernos verdaderas y humanas, para que cuando les toque a ellos el arduo trabajo de mapaternar (si así lo eligen) estén prevenidos. Contémosle a nuestras amigas de las noches interminables, de los encuentros amorosos incómodos, del dolor de cuerpo y del agotamiento mental. Que la sororidad sea, también, contar la verdad y poder ablandar las expectativas ajenas para que el choque con la realidad sea un poco más suave.
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