3 cuentos eróticos para levantar aún más la temperatura del verano. - Créditos: Getty
El sexo es la posibilidad o búsqueda de la apertura (hacia otros), y esa forma de apertura puede encontrar rechazo, puede ser la posibilidad de una conexión. "Siempre vamos a trabajar entre los polos del rechazo y la conexión, y nunca vamos a resolver esa tensión", señala Sofía Badia, coordinadora de talleres de escritura en El Cuaderno Azul (@elcuadernoazul). La literatura erótica puede sumar su cuota para el fuego sexual.
En esta nota, te compartimos 3 cuentos porno para elevar aún más la temperatura de verano. Sus autoras son Cecilia Alemano, Paloma Jossé y Bárbara Bustos.
Ignacio, por Cecilia Alemano
Tras un breve intercambio por mail con su viejo profesor de la facultad, en el que ella le consultaba por algo de su tesis, Paula supo que tenía una última chance de llamar su atención. “Vos sos todo, Lamarque”, escribió y se sonrió. ¿Quién podía resistirse a una declaración así? Ya no tenía 23, como cuando se sentaba en primera fila de sus teóricos. El tiempo –que, ella aseguraba, siempre es más tirano con las mujeres– ahora estaba a su favor. Puso “enviar”.
La respuesta del profesor llegó enseguida. Moderada pero simpática. Así que ella se las ingenió para hacer crecer la conversación. Se sentía excitada de intercambiar correos con él, de ya no ser aquella nena que anotaba todo lo que él decía. “Este diálogo me produce el efecto inverso”, le dijo él. “En vez del señor mayor que soy, me vuelvo un jovencito que mira el mail con ansiedad”.
Supo que la fantasía no podía extenderse mucho más. La idea de verlo le daba pavor: él tenía su mujer, su hija; ella también tenía una nena. Pero la palabrita ya había empezado a aletear. Deseo. “Qué poderoso es el deseo del otro”, seguro habría dicho Susana, su analista.
Era un atardecer de primavera. Se puso jean, musculosa, aros grandes, pelo suelto. Cuando llegó al bar de la librería, vio a Lamarque leyendo, marcaba algo con un lápiz.
–¿Qué te hacés el concentrado? –le dijo ella.
–Boluda –rio y se paró a saludarla.
Había olvidado que era tan petiso. Le miró la piel bronceada –seguro por sus clases de tenis, pensó–, el pelo blanco, el arito. La conversación no fue tan deslumbrante. Él parecía esforzado en demostrar cuánto había viajado, leído. Estaban en medio de una polémica cuando ella atisbó algo: estaba discutiendo con el mismísimo Lamarque. Sintió un deseo punzante.
–Vivo acá cerca –dijo.
Él sonrió.
Subieron a su departamento. Ella prendió una vela, trajo una cerveza, dos vasos, se puso a elegir música.
Él se acercó y le dio un beso largo, suave. Se miraron.
–Tenés ojos de tano.
Él rio.
–Es un elogio –dijo ella, y volvió a besarlo. Olía a cigarrillo, pero no le molestaba. Lo besó en la boca, el cuello, subió a su oreja. Estaba hurgando con su lengua cuando sintió un piiii. Él se apartó un poco. Se sacó un audífono, después el otro. Los puso sobre la mesa. La gata de ella se puso a juguetear con los pequeños aparatos. Él los guardó en su billetera.
Ella le agarró las manos para que le recorriera el cuerpo. Lo hizo detenerse en su cintura, en sus caderas. Le gustaba reconocer sus huesos a través de las manos de él. Lo tocó en la entrepierna. Notó que él se estremecía. Le mordisqueó el aro. Le metió, ahora sí, la lengua en la oreja. Él corrió su remera y su corpiño, le chupó una teta. Ella recordó que su mujer tenía unas mucho más grandes, las había visto en una foto, pero hoy se sentía satisfecha con las suyas, pequeñas, de pezones pálidos. La excitaba esa cabeza blanca rodeándole la teta.
–Me volvés loco.
El deseo del otro, sí, tan poderoso. Él la hizo sentarse sobre la mesa. Ella corrió los vasos, la botella de cerveza sin abrir, se reclinó hacia atrás. Él la penetró.
–Me volvés loco.
–Me encanta volverte loco.
Ella miró en el espejo al otro lado. Él de espaldas, ella rodeándolo con las piernas. Sí, estaba cogiendo con Lamarque.
Ya en la cama, él acabó sobre ella; embadurnó sus dedos en el líquido espeso y se lo desparramó sobre la cintura y el culo. Ella le agarró la mano, se la puso entre sus piernas. Él la frotó, un poco torpe, pero ella igual acabó. Se quedaron desnudos mirando el techo. Él se paró de pronto. Mientras pedía un Uber, dijo que había que ponerle un nombre a ese hueco “delicioso” que formaba la clavícula de ella. “Ignacio”, propuso. Ella le dijo que sí, se vistió y lo acompañó a planta baja.
Lo miró fumar en silencio hasta que llegó el auto.
Cecilia Alemano es comunicadora por la UBA y periodista. Es colaboradora de OHLALÁ! desde 2009. Además, sus artículos aparecieron en Gente, Noticias, Rolling Stone, Brando, La Mano y Las 12, entre otros medios. Fue docente en las carreras de Periodismo en TEA y Eter. Como escritora, recibió numerosos premios, entre ellos, el Mujica Lainez en 2022. En 2023 recibió una beca del Fondo Nacional de las Artes para publicar su primer libro de cuentos, Un mundo hermoso (Trapezoide Ediciones), que va por su segunda edición. También coordina talleres de escritura creativa. IG: @cecialemano
Polvo, por Paloma Jossé
“Tengo algunas condiciones para coger. Las medias se quedan. La bombacha me la bajo yo. Si la luz es blanca, y no cálida, no se prende. Si podés con todas esas condiciones, el resto, si la cosa camina, tal vez sea un sí”.
Me miró sonriendo, mientras inclinaba la cabeza, y respondió:
–Puedo.
Tardó en levantarse, no sé si esperaba algo más, o si no sabía si yo había terminado de hablar, pero tardó.
Cruzó el living de su departamento de soltero de cuarenta: un tres ambientes, barrio en ascenso, estilo minimalista. Se acercó hasta pasar ese límite preciso que mantenemos con las personas con las que no tenemos intimidad. Me sacó la copa de vino de la mano y la apoyó en la mesa casi sin separarse. Volvió a torcer el cuello, y me miró, esta vez sin sonreír. Estiró los brazos por atrás de mí como si fuéramos a bailar un lento y me miró otra vez más fuerte. No dije nada, me gusta hablar así, con los ojos. Me gusta aguantar hasta soltar el primer gemido porque sé, sé, que mi gemido funciona. Y funciona porque es de verdad. Es la consecuencia de aguantar los primeros minutos, como si fuera una penitencia. Pero él no dio vueltas, no me dio tiempo. Metió la mano por adentro del pantalón, gambeteó la bombacha y arrastró el dedo mayor siguiendo la raya hasta encontrar donde meterse. Fruncí el ceño y gemí. Perdí.
Tenía nombre feo, pero manos grandes. Sus dedos eran largos, descubrí en ese momento cuando los saqué y los traje a mi boca para ponerles saliva y devolverlos. No chupo cualquier mano, ni cualquier dedo. Hay personas que tienen manos horribles, inmundas. Como las que se comen las uñas, por ejemplo.
Pero él, no. Las tenía perfectas, elegantes.
Atinó a resistirse cuando lo agarré con la mía, pero entendió rápido. Una vez que lo dejé, mojado, que procediera, lo besé por primera vez. No lo habíamos hecho nunca. Tenía la lengua suave y no era exagerado. Se movía adentro de mi boca, pero con la lengua blanda. Pensé, mientras hacía círculos rodeando el clítoris pero sin tocarlo, que si esa tensión se sostenía hasta el punto exacto, este iba a ser un gran polvo. Porque podía mantenerme en suspenso, abajo, cada vez más, y a la vez, besarme como si me amara.
Cuando me cogen bien, soy más pasiva. No quiero decir muerta, inactiva. Exploro y tengo iniciativa, pero si me están cogiendo bien, lo que sucede es un tango.
Me abro, me giro, me muevo, respondo, sigo. Me gusta seguir, y eso tal vez solo me ocurre en la cama. En la vida empujo puertas que dicen “tire”.
Me desprendió el corpiño en el primer intento con una sola mano y subió la remera con las dos para desencajarlo y tocarme las tetas, verlas. Levanté los brazos para sacarla y corrió el pelo hacia la espalda, me peinó. No hay nada que me desespere más que alguien que me quiere comer, que tiene muchas ganas de comerme, pero despacio. Control.
Me agarró del brazo para que lo siguiera y se sentó en el sillón horrible de cuerina. Yo quedé parada enfrente. Me abrió el cierre del pantalón, y para bajarlo tiró desde atrás, haciendo fuerza para destrabarlo en la cola. Tenía la bombacha mojada y me marcó el surco haciendo una línea con el dedo índice hacia atrás. Él estaba vestido todavía, pero desde ahí arriba veía perfecta la cabeza de la pija empujándole el bolsillo.
Cuando intentó bajar la bombacha, lo frené y nos miramos. Soltó y levantó las manos como un futbolista ante una falta. Antes de bajármela, lo empujé hacia atrás y me arrodillé. Tardé un segundo en meterla en la boca, a mí no me sale lo del control.
Lo escuché por primera vez gemir. Más respiración que voz, como una queja. Hice más fuerza y su cuerpo hizo una flexión. Atinó a sacarme, luché. Me gusta que tengan control y me gusta pelear por el control. Cuando no pudo más, me empujó y se tiró sobre mí, en el piso. Me abrió las piernas y entró en tres tiempos, durante los cuales me miró con un gesto distinto. Me miró y me penetró como sin un antes, como si nada antes, nada entre nosotros, nada de la escena, nada de mi mente que no se calla ni a golpe de pija. Me miró como si no me conociera, como si estuviera en medio del tráfico llegando tarde, como si estuviera viajando hacia algún lugar con el viento en la cara y una expresión de vértigo y de velocidad. Me miró como traspasándome, como materia, concentrado, compenetrado.
Me levantó una pierna y con su mano grande me apretó el cachete del culo para que me sincronizara perfecta a su ritmo. Me cogió hasta que que no quedara nada de penitencia y soltara todos los tipos de sonidos que guardo y entonces me acabó con un quejido finito y opaco.
Ahí acostados en silencio en el suelo dijimos muchas cosas.
Como que volveríamos a vernos.
Paloma Jossé es el seudónimo de esta escritora, periodista y música argentina de 40 años que vive en Buenos Aires. Es colaboradora de OHLALÁ! desde hace varios años. Actualmente, está trabajando en la publicación de su primer libro de relatos cortos, Falsa escuadra. Además, acaba de estrenar una serie documental sobre los cuarenta años de democracia, Alfonsín, un pueblo, y se encuentra grabando su primer disco solista. Trabajó en radio y televisión en Argentina y el exterior. “Polvo” es su primer relato erótico publicado. IG: @palomadice.
El capricho, por Bárbara Bustos
A penas puedo ver un poco de luz entrando por la persiana cerrada, pero sé que es de día, porque él me empieza a respirar por la espalda. Aunque ya lo hablamos mil veces, igual necesita un gesto, una señal. Le doy un suspiro limpio y siento cómo se le va parando la pija contra mí, cómo su mano empieza a correrme la bombacha, cómo su aliento en mi cuello va aumentando en velocidad y temperatura.
Desde que nos conocimos quedó claro que mi calentura últimamente poco tiene que ver conmigo o con él, todo está en manos de los antojos de los antidepresivos y una serie de factores que no puedo controlar. La línea entre el sí y el no es igual de finita que el hilo de flujo que une sus dedos con mi concha en este momento. Por eso necesita la confirmación. Si me ve sonreír se le va a escapar un gemido, yo ya lo sé. Protocolo aprobado, silencio: dos dedos.
Ahí empieza a moverse más y yo trato de mantener mi personaje aunque me cuesta no moverme en sus dedos. La parte de no abrir los ojos es la más fácil. Cuando cojo con los ojos cerrados es porque lo estoy escribiendo al mismo tiempo. El cuento que me anoto en los párpados es lo que hace al mismo tiempo que a él se le empapen las manos. Es un poco egocéntrico, pero nada me calienta tanto como sentirme mojada, y para sentirme mojada necesito que esa humedad haga contacto con algo más. Ahora dedos de él, yendo desde adelante hacia atrás. El momento en que me baja la bombacha, me gira despacio y mete la boca, la nariz, la cara entre las piernas. Siempre tiene la saliva tibia tirando a caliente. Muy líquida, limpia. Podría envasarla y hacerse rico vendiéndola como lubricante.
Si se le escapa un gemido mientras me la chupa, el sonido me rebota adentro del cuerpo y tengo que concentrarme más fuerte. Estoy dormida. No me tengo que olvidar de que estoy dormida. Termina de sacarme la bombacha, me vuelve a girar un poco más y acomoda mi peso muerto para meterla. Este momento es clave en mi actuación. No tengo que dejar que me entre toda de un empujón.
Contraigo los músculos lo necesario para que él tenga que abrirse paso y entonces él hace un jueguito circular hasta que lo dejo pasar y lo escucho tragarse la satisfacción.
Se mueve lento para no despertarme, finge que no puede hacer ruido. Él también tiene que actuar. Si me despierto se va a terminar el juego. Insiste conmigo de costado, él entrando y saliendo, agarrándome de la cintura o del culo según sea la sensación de impulso sobre la pija que necesite. Me gira por tercera vez y quedo boca arriba. Me abre las piernas y me vuelve a llenar de su saliva mágica, se pone en posición y otra vez adentro.
Cada vez con más fuerza, pero una fuerza firme, nada que me haga rebotar o moverme demasiado. Me sostiene la cara para que siga dormida. Lo escucho reírse cuando se me escapa una sonrisa. Tiene la pija cada vez más dura y unas gotas de transpiración me caen sobre las tetas y siguen recorrido hasta la sábana. Apura el movimiento y siento cómo se acerca a mi cara. No me besa, apunta al oído: “Te voy a llenar toda, te aviso”. Hago el último gesto de aceptación y abro los ojos justo en el momento en que empieza a chorrear adentro de mí, la cara se le retuerce, tira la cabeza entera para atrás, grita.
Ahora sí grita. Ya sabe que lo estoy mirando, que mi sueño termina cuando él acaba y quiero ver su cara y sus gestos. Se tira boca arriba en la cama mientras sigue moviéndose por reflejo. Ahora abro los ojos, lo miro y le digo: “Hola, ¿cómo dormiste?”, mientras estiro los brazos.
Bárbara Bustos nació en Capital Federal en 1989. Estudia Comunicación Social en la Universidad de Buenos Aires y vive en Balvanera con Moncho y Roque, sus dos gatos. Es intensamente leonina, dependiente del café y fanática de lo sensual. Se formó en talleres de escritura creativa con Natalia Rozenblum y en El Cuaderno Azul con Sofía Badia y Juan Sklar. En 2018, publicó su primer ensayo, titulado “Mi chico no es mío”, en el medio digital Beba. Formó parte del episodio “Masoquistas” en el pódcast La cruda, conducido por Migue Granados. En 2015 abandonó la monogamia y desde 2017 participó en diferentes comunidades BDSM de manera física y analítica. Escribe para preguntarse sobre las relaciones, el sexo, la salud mental y las redes sociales.