Berrinche desactivado, pero ¿a qué costo?
Jose de Cabo reflexiona en esta columna acerca de la importancia de ser flexibles con nuestros hijos; a veces, la mejor opción para desactivar rabietas imposibles.
30 de marzo de 2023
Berrinches en la playa: ¿cómo desactivarlos? - Créditos: Getty
Me perdí la mañana de playa.
Me perdí la mañana de playa y me enojé.
Me perdí la mañana de playa y protesté.
Hasta que entendí.
Recapitulemos.
Estábamos en la playa, todos felices, arena y sol, libro en mano (yo) y muchos caracoles en un vasito (ellos). De repente mi hijo menor (quien cumplió cuatro años hace unos días) decide que ya no quiere estar con el traje de baño puesto, quiere usar short de fútbol. “Pero mirá, nadie usa short de fútbol en la playa, ¿ves que están todos con traje de baño?”. Y ahí empezó un berrinche descomunal. Que quiero el short, que la gente no viene con ropa a la playa, pero tengo frío, envolvete en la toalla, no quiero, dame mi oso, gritos, gritos, gritos.
Me vi en una encrucijada: ¿sostengo este berrinche con amor y me banco las miradas ajenas (que por cierto no eran muy amables), o me lo llevo de la playa a la habitación del hotel hasta que se le pase? Sostengo, pensé. Y sostuve, eh. Sostuve durante media hora gritos, patadas, llanto, mocos y revoleos. Expliqué, con todo el amor del que fui capaz, que no había short de fútbol, que no íbamos a ir a la habitación a cambiarnos porque seguramente en un ratito íbamos a querer mojarnos, y era cambiarnos de nuevo y demás. Expliqué que no pasa nada si estamos mojados, que la playa es así, que mirá yo también estoy mojada, y papá, y Rita. Y a mí qué me importa yo quiero el short de fútbol. Te doy un abrazo a ver si así te sentís mejor, no quiero, quiero short de fútbol. Te parece si juntamos caracoles, quiero el short. Y así. Media hora.
A los treinta y cinco minutos más o menos me di cuenta de que sostener se me hacía insostenible. Entonces, ya frustrada y un poco enojada, decidí que me iba de la playa a la habitación porque no podía ser que el berrinche no se aplacara. Caminé hasta la habitación con el niño en cuestión a upa (ya pesa como 20 kilos, me arrepentí muchísimo de no ponerle sus sandalias), y llegué a la habitación más enojada que él (que por cierto seguía llorando).A esta altura el ambiente estaba caldeadísimo, se podrán imaginar. Pero entonces tuve un rapto de lucidez: este chiquito jamás de los jamases sostiene un berrinche por tanto tiempo, tiene que pasar algo más. Entonces pensé qué le podía estar pasando, revisé cómo había sido la mañana, la noche anterior, y ahí me iluminé. Claro, se había ido a dormir más tarde que lo habitual. Listo, esta criaturita lo que tiene es un sueño tremendo. Entonces, cuando comprendí, se me fue el enojo.
Entre gritos, bajé las persianas y cerré las cortinas. Abrí la cama y lo tapé con el acolchado pesado, como le gusta a él. Por supuesto que él se resistía, no quería, lloraba y pataleaba. Y yo, hablándole bajito, explicando lo que estaba haciendo, lo fui acomodando. Me senté al lado y le di la mano. Pasaron dos minutos y estaba dormido.
Me felicité por haberme dado cuenta. Claro que me hubiera gustado quedarme en la playa. Pero en ese momento mi chiquito necesitaba otra cosa. Necesitaba descansar. Y yo me iluminé y supe acompañarlo. Me quedé en el balcón las dos horas que duró la siesta. Leí, dibujé, miré el paisaje. No estaba en la playa, pero, a mi modo, disfruté de la mañana y descansé.
¿Y a qué viene este cuento absolutamente autorreferencial? Viene, querida amiga, a que a veces las expectativas con nuestros hijos son las que no nos permiten observar la realidad. A veces, hay que poder adaptarse, flexibilizarse y acomodarse a lo que ellos necesitan. Y no por ellos, eh. Por nosotras. Porque un chico desregulado desregula a todo su entorno, y mucho mejor perdernos un ratito de playa y poder estar en armonía el resto del día.
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