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¿Qué nos acerca y qué nos aleja de nuestros hijos? Un ejercicio para averiguarlo y acortar distancias

A veces nuestros hijos se nos parecen, otras no tanto. Cómo integrar las diferencias con ellos al vínculo y tomarlas como una oportunidad para crecer juntos. reflexiones y un ejercicio para que todo sea más simple.


Abrazar la diferencia: ¿cómo acercarnos a nuestros hijos?

Abrazar la diferencia: ¿cómo acercarnos a nuestros hijos? - Créditos: Getty



E n épocas de burbujas de consumo y algoritmos que nos muestran lo que ya saben que nos gusta –en las redes sociales, en las plataformas de streaming, en las noticias y hasta en las apps de citas– reforzando la idea de que todos piensan y sienten igual que nosotras, la diferencia cada vez nos deja más perplejas. “Pero ¿cómo? ¿No estábamos todos de acuerdo en esto?”. Como sociedad, llegamos al punto de incomodarnos y hasta irritarnos frente a lo distinto, lo extraño, lo desafiante.

El deseo de que los demás cubran nuestras expectativas se juega en casi todos los actos de nuestra vida. Ahora, una cosa son las diferencias que podemos tener con un vecino o compañero de trabajo –con quienes las diferentes experiencias y formas de ver el mundo solo se tocan de a momentos– y otra son las que podemos tener dentro de casa, en la relación madre-hijos, en la que el encuentro es continuo y la relación no es entre pares. Nos toca a nosotras hacer conscientes esas experiencias, ver cómo se relacionan y tener en cuenta ambas formas de estar, ser y hacer en un presente cambiante, en busca del crecimiento y desarrollo de nuestro hijo y también de nosotras mismas.

“No estoy en este mundo para llenar tus expectativas. Y tú no estás en este mundo para llenar las mías”, dijo una vez el creador de la terapia gestáltica, Fritz Perls. Y esa frase bien podría venir firmada por nuestros hijos. Un hijo nos desacomoda la vida, nos hace perder la ilusión de control. Ya en la sala de ecografía, cuando nos dijeron el sexo, es probable que no coincidiera con lo que esperábamos. Su forma de llegar al mundo (¿antes de tiempo?, ¿después de la fecha prevista?, ¿por parto vaginal?, ¿por cesárea?) quizá tampoco haya sido la esperada. Ellos eligieron de entrada de qué modo hacerse presentes en nuestras vidas y después siguieron eligiendo. Tal vez le gusta la pelota más que el autito, tal vez le gusta la muñeca de su hermana y no el ajedrez que le regalaste con tanta ilusión; a lo mejor se lleva de diez con una amiguita del jardín y no con la hija de tu mejor amiga, que nació dos semanas antes.

Por eso, en este octubre, en el que el “día de” nos da la posibilidad de observar la maternidad con los claroscuros que implica, quisimos plantearnos: ¿qué preguntas nos traen esas diferencias? ¿Qué nos pasa cuando nuestros hijos e hijas crecen y ya tienen sus gustos, sus opiniones formadas, sus formas de ver la vida? ¿Y qué sentimos cuando las suyas no coinciden tanto con las nuestras? Ser mamás es también aprender a acompañar ese proceso. 

Nadie es todo lo que está bien (ni siquiera nuestros hijos)

Las diferencias nos pueden generar curiosidad, fascinación o rechazo, pero jamás nos son indiferentes. A veces descubrimos que nuestro hijo o hija, a diferencia de nosotras, sí sabe enojarse y poner límites; o que sabe expresar muy bien lo que necesita: que tiene talento en áreas que nosotras no o que tiene facilidad para hacerse amigos, algo que a nosotras no nos pasaba. Ahí la diferencia –aunque quizá nos descoloque un poquito– es bien valorada. Cuando, en cambio, esas diferencias, a nuestros ojos, no tienen una connotación positiva, puede sobrevenir el conflicto. No es fácil mirar a nuestros hijos y aceptar que tal vez sean algo que nosotras no esperábamos para ellos. Incluso a veces sentimos vergüenza de algunas cosas que hacen, solo porque son diferentes de lo que nosotras hubiésemos hecho.

Pensemos en una pareja, actual o pasada, y en ese intento tantas veces frustrado de cambiar alguno de sus rasgos o conductas. ¿A qué responde? En general, queremos cambiar a los otros para que no nos lastimen con lo que hacen o dicen, para que nos reconozcan, para que no nos critiquen, para que estén de acuerdo con nuestra manera de pensar, para preservarlos de algún peligro o para imponer un modo de ver las cosas. En el fondo de todo eso hay miedo. Miedo a que la distancia sea insalvable, miedo a que uno de los dos –o ambos– sufra. Aunque nos cueste admitirlo, alguien en nosotras sigue anhelando que ese hijo sea a imagen y semejanza de lo que pensamos que iba a ser. Y si no se verifica de ese modo –sucede el 99,9% de las veces–, nos asustamos.

El primer paso, como en casi todo, es hacer consciente esta incomodidad que nos produce y dejar de oponer resistencia. Aceptar es no luchar. Es no intentar cambiar lo que no podemos cambiar, es tomar lo que ocurre de la forma en que es, y no de la manera en que nos hubiera gustado que fuera, sin enojarnos ni molestarnos. Cuando nos animamos a ver a nuestro hijo como un otro, que elige ser y hacer, puede empezar una verdadera aventura de aprendizaje para ambos.

Un espacio propio

La diferencia, además, es una necesidad biológica. Después de todo, ¿qué es una familia? Un grupo de personas que están siempre presentes para el otro. Cuando llega el bebé es claro, porque todos estamos para cuidarlo. Este es un momento en el que la organización de la familia hace que estemos muy juntos, con algunos tropezones, claro, pero con una prioridad: colaborar en sostener al bebé, que ahora, en la díada con nosotras, protagoniza la magia de la vida.

Pero si seguimos a este bebé, vamos a ver cómo, al crecer, se desencadenan otras fuerzas.  Cuando empieza a ir al jardín, por ejemplo, y aprende a ser cada vez más autónomo; o en la escuela, cuando ya hace sus planes y elige qué ponerse. Esto alcanza su punto máximo en la pubertad y la adolescencia, cuando se da una combinación muy difícil de administrar de dependencia y necesidad de independencia. Entonces, nuestros hijos toman los valores que les mostramos y los ponen a prueba en sus decisiones. Puede que en esta etapa encontremos que es alguien bastante parecido a eso que esperábamos, o que se pare en la vereda de enfrente con una energía arrolladora.

¿Qué hacer con eso? ¿Cómo salir del deslumbramiento por ese/a nene/a chiquito/a que nos enternecía y  que, de repente, ahora nos enfurece? Quizá lo primero es entender que todo adolescente necesita saber que es; que es dueño de su vida, y esa distancia es todo lo que tiene para encontrarse consigo mismo.

¿Podemos dejarlo experimentar esto? Esto no significa desentendernos de su crianza, ni tampoco estarle encima: en el medio está el difícil arte de dejarnos guiar en el diálogo. Respetar su necesidad de espacio es una señal de confianza y de cuidado muy valiosa, un regalo que le damos como mamás. ¿Cuánto confiamos en la forma en que ven el mundo? ¿Cómo cuidar mientras ellos aprenden el cuidado y nosotras la confianza? El desafío es mantener el corazón abierto, aunque ellos no nos estén abrazando.

Qué nos acerca y qué nos aleja de nuestros hijos

Qué nos acerca y qué nos aleja de nuestros hijos - Créditos: OHLALÁ!

Dialogar con la diferencia

Dialogar es mucho más que hablar. Es no exasperarnos ni brotarnos frente a lo diferente. Es cierto que, como sociedad, estamos perdiendo el ejercicio del diálogo. Probablemente porque suele ser molesto, incómodo..., porque nos obliga a ordenar nuestras ideas y muchas veces a repensarlas. Pero, por amor, podemos hacer esta tarea. 

¿Y qué es dialogar? Es apostar al largo plazo: es tener confianza; es comprender que, biológicamente, ser mamá es cuidar a la cría y salvarla de la muerte; es conversar con ese chip que traemos; es aceptar que la diferencia y la lejanía no son malas, sino que, por el contrario, en la medida en que ellos se permiten ser diferentes, hay más posibilidades de que sean seres pensantes con criterio propio; es comprender que nuestros hijos, a su manera, nos muestran cosas para que nosotras nos ocupemos, nos las ponen de frente para obligarnos a verlas, para que las tramitemos, para que aprendamos nosotras y luego les enseñemos a ellos. 

Esto no quiere decir que sea fácil; quienes somos mamás lo sabemos. Seguimos aspirando a cierta idea de perfección algo ilusoria, algo infantil. Esa que dice: “El mundo debería hacerme feliz y responder a mis expectativas”. Seguimos esperando que las diferencias no nos molesten. Pero las diferencias se molestan mutuamente. Aceptarlas, integrarlas, aprender de ellas es una gran oportunidad. 

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