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Amor “eterno”: una llave para pensar el éxito amoroso en nuestros vínculos

En el editorial de la edición de junio, nuestra directora Sole Simond reflexiona sobre el amor y comparte una llave para pensar el éxito amoroso en nuestros vínculos.


Una llave para pensar el éxito en nuestros vínculos.

Una llave para pensar el éxito en nuestros vínculos. - Créditos: Getty



Día nublado y frío. A cuadras del Cementerio de la Chacarita. Emponchadas hasta la médula. Nos despedíamos en la calle con una amiga, mientras el taxímetro del radiotaxi ya había empezado a correr. Y antes de subirse, como quien sabe que las máximas es mejor dejarlas picando que darles demasiadas vueltas, me dijo: “Lo que tenemos que entender es que el amor no es para toda la vida”.

Paradójicamente, ella estaba empezando una relación, ya animándose a hablar de compartir casa, presentándoselo a su hijo, estaba feliz y enamorada, pero advertida, digamos. Venía de una desilusión amorosa y entendía que lo más desafiante de los vínculos era esa convivencia con el misterio que es el otro, con esa frustración insoportable de que a veces con el amor no alcanza, o que las personas toman otros rumbos, o cambian de deseos, o se convierten en otros, en extraños.

 

Me quedé con esa idea dándome vueltas, y sentí cierta libertad sobre esa expectativa de eternidad que le pedimos al amor romántico, enviciadas de cuentitos de hadas, las Julias Roberts que aunque huyan del altar siempre encuentran su media naranja y el empacho de comer perdices. ¿Qué define entonces nuestro éxito amoroso?, pensé. ¿Es solo para unos privilegiados envejecer juntos?, ¿es para aquellos que logran ponerlo en prioridad y están dispuestos a pagar los costos?, incluso: ¿durar es un logro? 

Pero ¿y si el amor sí fuera eterno? Un pensamiento repetitivo y rebelde se me instaló en la cabeza. Mastiqué esta idea por semanas, hasta que se encendió un recuerdo olvidado de una de mis primeras relaciones. Yo me había ido de viaje por trabajo, y él me mandó un mail contándome cómo estaba, me escribió: “Aunque no me lo creas, me levanto temprano y siempre hago la cama, porque en realidad nunca te fuiste, estás en mí”. Debe ser de las cosas más románticas que me escribieron alguna vez, no sé si por el hecho de que hubiera aprendido a hacer la cama –¡al fin!– o porque mi energía traspasaba las fronteras. 

 

Entonces, como en avalancha, empecé a identificar que soy muy meticulosa con el dulce y el queso crema, para que no queden rastros sobre el blanco inmaculado; cuando estoy por estacionar, como en una suerte de ritual, digo: “Suerte de boli, suerte de boli”, que garantiza encontrar lugar; pongo una almohada entre mis rodillas para acomodar el cuerpo mejor en la cama; tengo sensibilidad por la jardinería; de grande empecé a escuchar a Los Redondos; me volví más metodológica y ordenada; incorporé una expresión: “que sueñes con Dios”; tengo una risita “jijiji” para cuando algo me da ternura y gracia; digo “fucking shit” cuando algo me ofusca; en las noches me agarro el rollito de panza como un mimo; hago yoga con conciencia, dejo la ropa para el día siguiente y tantas cosas más. Tantas formas me habitan, formas que no eran mías, que no traje de fábrica, que viven en mí. Formas de tantos hombres que amé y que me amaron. ¿Acaso el amor no es infinito? ¿De qué amor estamos hablando? 

Incluso, aunque a la mayoría ya no los vea y les haya perdido el rastro, vienen a mi encuentro tantas veces, con voces complementarias, estilo: “Fulanito me hubiera dicho esto”. Cada uno de ellos mejoró quien era, incluso con sus desaciertos y debilidades, incluso con lo que pudimos ser para ese tiempo y espacio. Somos todos aquellos que amamos y nos amaron. Me pregunto si seguirá haciendo la cama cuando se despierta.

¿Qué vivirá de mí en ellos? De lo que estoy segura es de que solo por esa ósmosis amorosa vale la pena el experimento de amar. Porque el amor puede no ser eterno, pero somos eternos en el amor. 

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